Ay, Carmen Maura.1
Nos reconocíamos con dificultad. Algunos nos habíamos cruzado pocas veces en el último medio siglo. ¡Medio siglo! En las tres ocasiones en que repetí la aventura nostálgica, jamás asistí a tamaña concentración de abuelos emocionados, o de rostros que debían extraerse de la memoria porque ésta era su única residencia. La nostalgia resultaba demasiado omnipotente para que púdiéramos soportarla con las tímidas aclaraciones que intentábamos en este encuentro que reventaba de significados. Agradecíamos la soledad y el silencio de la sala oscura (donde era más llevadero reconfortarse), apoyar una mano sobre los hombros de la esposa que se está deshaciendo en lágrimas; sostenerse con imágenes conservadas junto a la idea casi creíble de que lo que habíamos sido y que seríamos para siempre era, algo indescifrable pero sencillo: habíamos sido jóvenes antifascistas. Ahora, sexagenarios y septuagenarios de Buenos Aires nos encontrábamos sumergidos en lo que el poeta inglés Philip Larkin llamó, para otros dolores, "una emboscada de lágrimas". Pero, al menos, nadie podía quitarnos nuestra juventud antifascista.Dos películas españolas, Las coas del querer y ¡Ay, Carmela!, crearon en Buenos Aires el más legítimo y extenclido estado de melancolía sin histeria del cual tengo recuerdo. Seguramente jamás entenderé, ni siquiera me atrevo a explicar, por qué los hijos y nietos salían del cine alegres y entusiastas, moviéndose cómodos y espontáneos entre las estrofas de canciones que habían escuchado a sus mayores en fiestas familiares, pequeñas celebraciones íntirrias. Nosotros las cantábamos casi como un homenaje a las batallas que nos habían angustiado y agobiado a una edad muy temprana. Ellos parecían cantarlas con una sensación de victoria, quizá porque la Espafia que les corresponde está gobernada por los socialistas. O porque la España de la cual forman parte en Buenos Aires goza una libertad que estos argentinos nunca conocieron; o porque presienten cómo será la africanizada Argentina en la cual vivirán. Es una generación que busca ancestros para irse a su España, con la misma tenacidad con que mi generación buscaba formas de abrir las fronteras argentinas para filtrar a nuestros héroes escapados de España.
Los encuentros en las largas colas ante las boleterías, en la espera ante las puertas de acceso a las salas, dieron lugar a reuniones más íntimas. A la hora del café, las canciones se superponían con esa abrumadora competencia de exactitudes en que incurren los viejos, y más aún los ancianos cuya adolescencia estuvo dedicada a la República Española. En esos Teses en que ¡Ay, Carmela! volvia a resonar, debió haberse producido la mayor concentración de republicanos españoles no españoles que pueda registrar la historia. Y fue en Buenos Aires, mi Buenos Aires, el rey del tango, el imperio de la melancolía, donde la frustración es un baile lascivo e inescapable.
En esos días de Carmen Maura recorríamos una vez más la avenida de Mayo, como aquel día de los trabajadores de 1937 en la rrianifestación obrera y estudiantil que llevaba flameando las banderas de Argentina, la tricolor y la roja. Los obreros agrupados en la Federación Gráfica, dirigida por Riego Ribas, habían impreso un enorme retrato del general Miaja, y la marcha estuvo dedicada a la defensa de Madrid. Creo que fue así, aunque los detalles y las fechas fueron discutidos con terquedad entre los que aún estamos para estas cosas sobre esta tierra.
Algunos de los que nos reencontramos en los cines volvimos a descubrirnos, mañanas y tardes, otravez en la avenida de Mayo tratando de precisar lugares y escaramuzas, aquellas largas noches de análisis, y todas las violencias a que fuimos sometidos en el siguiente medio siglo de neurótica y sofocante y sangrienta vida política argentina.
Aquí, en este edificio donde funciona ahora una delegación de la Policía Federal, estaba el diario antifascista Crítica, que Perón destruyó. Desde sus ventanas, el asturiano Clemente Cimorra se tiroteó, creo que en el 45, con una marcha fascista. Unas manzanas más hacia el centro, creo que apenas dos, sobre la otra vereda, estaba la Casa de la Troya, el café donde podíamos escuchar al pintor Ramón Pontones explicarnos cómo habíamos perdido la guerra, frente a un mural de Castelao, en el cual unos campesinos de Galicla bebían. Al pie del mural decía en gallego: "Bebo para ahogar las penas, pero las condenadas flotan". No pude evitar que ese mural fuera más fuerte, 40 años después, que la plaza bajo la lluvia que tenía frente a mi balcón en el hostal de los Reyes Católicos en Santiago de Compostela, cuando a mi vez me tocó ser exiliado político con varias batallas perdidas sobre mis espaldas.
María Teresa León entraba al café y, como dice el tango, se paraban para mirarla: espléndida, agitadora, radiante, dominadora -creo que dominadora-, y los adolescentes, los jóvenes, éramos tan tímidos que no lográbamos hacer lo que hacían nuestros amigos mayores: vivir enamorados de María Teresa desde una prudente distancia.
Juan Paredes leía poesía, Alejandro Casona era un rey al que mi generación no tenía acceso. Pero había veladas en casa de los Viladrich, con sus pinturas y esculturas vascas, en que una muchacha del teatro judío, Juana Elbein, recitaba a Rafael Alberti, Luis Cernuda, Miguel Hernández y, por supuesto, Federico. La recitadora concluyó su larga trayectoria de mensajera de la palabra como sacerdotisa de una tribu negra en Brasil.
Ellos creaban revistas y edi-
Pasa a la página siguiente
¡Ay, Carmen Maura!
Viene de la página anteriortoriales de libros y el poeta gallego Lorenzo Varela me hizo publicar mi primera crítica en El Correo Literario, que dirigía junto a Arturo Cuadrado y Luis Seoane: El inmenso mar, de Langston Hughes. Lo más original que se me ocurrió fue decir que esa autobiografia venía a llenar un vacío. Joan Merli nos hizo amar la pintura y un humor desconocido para nosotros, ácido, en su revista Cabalgata. Circulaban rumores de que se trataba del humor catalán. Sobre el escenario de la Unione e Benevolenza se alinearon una noche a decirnos sus poesías Pablo Neruda, Rafael Alberti, León Felipe, Nicolás Guillén. Creo que fue entonces cuando a Lucindo Dopazo lo mataron a palos los policías peronistas, porque en su humilde pizzería cantábamos las canciones de Carmen Maura.
Éramos jóvenes que veníamos hasta el centro de Buenos Aires desde los guetos judíos de los barrios del Once, La Paternal y Villa Crespo, donde todavía hablábamos en yidisch con nuestros padres, y nuestra timidez nos impedía acercamos a todos esos héroes mitológicos. Pero aún hoy encuentro en nosotros la claridad moral recibida en esos diálogos, en esas tertulias donde escuchábamos absortos y mirábamos más absortos aún. Pocas veces he visto escuchar con tal fervor, voluntad de entender, empecinamiento de la inteligencia.
"Hizo mucho por España", se había convertido en una forma importante de ser introducido, y así contemplé a la esposa del poeta uruguayo Jesualdo presentar a varias personas a Pablo Neruda al paso del chileno por Montevideo. Debió haber sido en 1944 o 1945, mi primer exilio. También impresionaba conocer a alguien que "estuvo en España".
Si no hubiera sido por el conmovedor amor que recorrió a Buenos Aires, impulsado por Las cosas del querer y ¡Ay, Carmela!, no habría motivo para volver sobre aquellas lejanas ternuras y ansiedades. Pero esas dos películas las hicieron tan presentes, que no podíamos renunciar otra vez a nuestra juventud, como nos obligaron Perón y el peronismo desde la larga noche de 1943: a vivir en silencio; ofendido nuestro entender; violado nuestro corazón. Pero algo más debe haber si también los españoles erigieronesas dos cumbres de la memoria enamorada, y las hicieron llegar hasta nosotros.
Quizá para ustedes, en España, todo esto es importante pero no decisivo. Habrán de saber entonces que para nosotros, en Argentina, todo aquello es hoy más decisivo que nunca. Y por eso volvimos a entonar ¡Ay, Carmela! con terquedad. Pensando en lo que nos está ocurriendo.
Además, como seguramente hubiera dicho Julio Cortázar, ¡la queremos tanto a Carmen Maura ... !
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.