El destino utópico de la izquierda
Eric Hobsbawm afirmaba hace algún tiempo en estas mismas páginas, en una entrevista, que la izquierda había perdido el camino. Y Sartre ya había diagnosticado que la izquierda estaba enferma. Añadamos que hoy la izquierda no tiene espacio social y político para su estrategia.La segunda revolución industrial -microelectrónica, microbiología, energía nuclear- supuso un salto cualitativo muy favorable al capitalismo, que la había promovido, al conllevar un notable bienestar que las sociedades occidentales acogieron rápidamente y las del Este comenzarían pronto a envidiar. La movilidad social restó conflictividad a las relaciones entre clase obrera y capital. Ello obligó al comunismo occidental a sustituir la revolución por la hegemonía planteada democráticamente como método de acceso al poder y a rechazar algunas tesis fundamentales del comunismo del Este. Hay que añadir ahora el desmoronamiento del socialismo real, que para muchos representa la victoria definitiva del capitalismo. No sabemos cómo acabará el proceso, iniciado, en general, desde arriba por el mismo Poder político, secundado enseguida por la sociedad, cuyas aspiraciones económicas y nacionalistas desencadenadas pueden desbordar al sistema por falta de una articulación adecuada entre economía y política; podría producirse también una involución. Pero ni las dificultades ni la posible involución desvirtuarían la experiencia del fracaso y el reconocimiento, confesado y proclamado, de la superioridad del mercado.
Todo ello ha forzado a la izquierda a reconocer que el capitalismo está ocupando -invadiendo- su espacio social y político y la ha obligado a revisar sus estrategias. Los movimientos y, partidos de la izquierda han tenido que abandonar sus reflejos tradicionales, introduciendo una mutación en los métodos. Lo prueban las vicisitudes topográficas de la izquierda: eurocomunismo -Togliatti, Berlinguer, Carrillo-, reformismo fuerte -Ochetto-, perestroika -Gorbachov-, socialismo de mercado -socialdemócratas-. Se trata de eufemismos para ocultar que la izquierda tradicional, habiendo perdido la batalla frente al capitalismo liberal, y en un intento por recuperar espacio, se está vaciando de su contenido histórico y se dispone a reconocer como legítimos los resortes de la economía capitalista.
El socialismo, por otro lado, acaba compartiendo con el capitalismo la primacía -si no suplantación- de la economía sobre la política y, no digamos, sobre la ética; como ha señalado Regis Debray, cuando el socialismo, en su intento de modernizar la sociedad, tiene que realizar una elección, "la justicia social siempre se sitúa por detrás de la eficacia económica", y, así vemos a la izquierda dedicada a llevar a la práctica las políticas de la derecha pero de un modo más inteligente", dedicada a humanizar el mercado para que éste se introduzca mejor en la sociedad. La izquierda, especialmente la de signo socialista, se propone hoy contribuir a un capitalismo con rostro humano, algo así como un capitalismo domesticado. Como consecuencia, los partidos socialistas están perdiendo la noción de lo que es el socialismo.
Fukuyama piensa que esa victoria del capitalismo significa, en términos hegellanos, el fin de la historia, ya que, al desaparecer los rivales, habría desaparecido también la contradicción -motor de la historia- y el capitalismo liberal se habría convertido en la verdad definitiva y última. Habría que preguntarse si el japonés norteamericano no manipula a Hegel y habría que preguntarse si esa supuesta victoria no se apoya en la explotación, quedando, por tanto, en cierto sentido, invalidada.
Las sociedades del Este parecen echarse en brazos del capitalismo y de la derecha. Puede haber influido la frustración que les ha infligido el comunismo; pero hay que hablar también de la incapacidad del socialismo democrático y de la izquierda para ofrecerles programa alternativo alguno; creemos, más bien, que la socialdemocracia occidental incluso ya les estaba indicando el camino al servir, con praxis mediadora, los intereses del capital con detrimento de los intereses de la sociedad. El problema es grave; las sociedades -las occidentales y, al parecer, también las del Este- se inclinan por el mercado, aunque en algunos países lo prefieran mediado por la gestión socialista. La gravedad de la situación procede de que el modelo humano que les ofrece el mercado es unidimensional -y esa única dimensión es económica-: vivir bien, consumiendo indiscriminadamente, con cierta ceguera e impermeabilidad para la dimensión moral, al margen de otras alienaciones.
La izquierda es hoy una izquierda marginal. La izquierda está siendo expulsada -cuando no se autoexcluye- de los centros que deciden los procesos sociales e históricos. Si la izquierda no abdica, tiene que buscar -inventar- un espacio y un camino, aunque sean reducidos y marginales. Y buscar su sitio en los márgenes de la sociedad significa buscarlo en la utopía. Es la única alternativa positiva a su total disolución en la derecha.
La utopía goza hoy, con razón y afortunadamente, de prestigio. Su etimología puede ayudarnos a percibir la función positiva y profunda que la utopía puede ejercer en la sociedad: estrictamente hablando, significa lo no existente, por no disponer de espacio; pero, como lo utópico ha terminado realizándose en muchas ocasiones, no debe ser identificado con lo imposible -como se hace frecuentemente-; más bien, habría que llamarle lo distante. Hace año y medio, la reunificación alemana era una utopía, pero era también, según comprobamos ahora, una necesidad social e histórica. Lo peor que puede decirse de la utopía es que -de acuerdo con la sugestiva definición de Lamartine- es una verdad prematura. Lo decisivo consiste en que la utopía sea realmente fruto y resultado de una necesidad social, una creación de la sociedad. En tal sentido, lo utópico es, como expuso tan bellamente Bloch, conciencia anticipadora, dedicada a elaborar esquemas de un mundo mejor, imágenes-deseo del momento pleno.
Lo utópico interviene -y es visible- en todas las prácticas humanas. Su función consiste en criticar lo existente y romper límites, resultando imprescindible a la esperanza humana y convirtiéndose en un deber-ser. No resulta, por ello, descaminada y ni siquiera paradójica esta definición de la utopía: síntesis del no-ser-en-absoluto y del deber-ser-de-inmediato que Sami Nair considera como su significación originaria y como un ingrediente esencial del auténtico socialismo. En efecto, la utopía siempre ha tenido parentesco con el socialismo y con la izquierda, gracias a los cuales se ha introducido en la sociedad y en la historia.
Ahora bien, el discurso utópico entra en la vida social de dos maneras muy diferentes. Como alternativa crítica -como elemento activo y transformador- o mediante su asimilación por parte del sistema establecido -o sea, mediante su neutralización-; este segundo sentido se relaciona con el fenómeno social que los estudiosos llaman fagocitosis: y así el discurso utópico puede ser asumido y neutralizado por la sociedad contra la cual ha surgido. La sociedad capitalista dispone de capacidad para dejarse agredir por los movimientos anti-sistema y digerir la contestación, que termina contribuyendo a la autorregulación del sistema -de acuerdo con el modelo cibernético de sociedad-
Pero el discurso utópico no se agota en ese accidente, que le amenaza permanentemente en las sociedades capitalistas actuales; puede -y suele- funcionar como factor de cambio. El discurso utópico no está reñido con el sentido de lo real; en situaciones de fuerte represión y censura es capaz de engañar y eludir al poder, ubicando el proyecto reformador en un espacio que disimula los peligros que puede infligir al sistema, eligiendo esa zona precisamente por un fuerte sentido realista, que le lleva a tener conciencia de la dificultad de su intento.
Los movimientos alternativos, en cuanto incompatibles con los códigos liberales, se sitúan al margen de la política institucional, en la utopía: deben ejercer su crítica combativa -su lucha- contra la alienación, en ámbitos decisivos de nuestra vida y de nuestra cultura: derechos humanos, paz, ecología, calidad de vida. Utopía y realidad no se excluyen.
El socialismo utópico podría ser nuestro destino y cumplir hoy en nuestras sociedades la misma función que realizó en el siglo XIX. Entonces representó una dura crítica de la revolución burguesa -que arremetía contra el feudalismo y, a la vez, contra el movimiento obrero-. Hoy le corresponde dirigir las armas de su crítica contra la modernización socialdemócrata, que se enfrenta al salvajismo del mercado pero a la vez contiene a los obreros. No olvidemos que el verdadero socialismo conlleva un ingrediente utópico, del que se está vaciando la socialdemocracia, que parecía el único movimiento social y político capaz de relevar al capitalismo.
Mientras existan contradicciones, mientras exista explotación, existirá la izquierda, aunque los elementos de la lucha en presencia la obliguen a transformarse y a cambiar de espacio. Puede enfermar, puede sufrir crisis, pero no morirá porque es la rrúsma sociedad la que necesita y genera los movimientos de izquierda: como nos recordaba Sartre, "ya no tendrá el rostro que le conocemos, librará combates diferentes, pero su objetivo será el mismo: poner fin a la explotación". Su base anticapitalista (A. Heller) convierte a la izquierda en heredera de los proyectos socialistas. Si no somos capaces de construir una alternativa real a la derecha capitalista, nos espera, y nos interpela, la tarea de combatir la alienación y la contradicción que aquélla genera y construir la emancipación humana con nuevos planteamientos -praxis utópica y crítica-. Una sociedad sin izquierda y sin utopía significaría el triunfo de la contradicción y de la irracionalidad, segregadas, como algo natural, junto a elementos positivos, por la conformación capitalista de la sociedad.
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