La felicidad de los pobres
El abandono del socialismo real por los países de Europa central está suscitando en ciertas personas ilustradas de nuestro país un sentimiento de añoranza o de melancolía, algo así como el que suele provocar en un ciudadano urbano el final de unas felices vacaciones rurales: imaginan que dejan la Arcadia, y no se dan cuenta de la dureza del invierno para los habitantes permanentes del pueblo.Llevaba percibiendo esta impresión desde hace unos meses, por comentarios sueltos que escuchaba o leía, pero el otro día en el tren se me presentó la misma idea con mucha más fuerza, en un diálogo que involuntariamente presencié, pero del que -no debo ocultarlo- disfruté mucho.
Un conocido y justamente afamado compositor de música sinfónica decía a su acompañante, de cuya condición de psiquiatra supe después:
-No creas, con el advenimiento de la libertad no está todo concluido, ahora pueden caer bajo la tiranía del dinero, y lo que más pena me da es que todo esto hace peligrar ciertas virtudes que a mí me llamaron la atención en mis viajes por el Este: el candor, la falta de codicia y la solidaridad.
-Los artistas siempre sois iguales -dijo el otro-. Os dejáis llevar por los sentimientos sin pensarlo dos veces. Me vas a perdonar, pero tu comentario me ha recordado a esas bienintencionadas señoras de la buena sociedad madrileña de hace 30 años, cuando iban con las amigas a las barriadas de la periferia urbana en Navidad para llevar sus limosnas. Entraban en las humildes casas con la cesta de los turrones y las peladillas e, invariablemente, con vocecita melosa, decían a los chavales, que no quitaban de ellas sus ojos, brillantes: "No os lo comáis todo de una vez, que os va a hacer daño en la tripita". Y a continuación, advirtiendo la mirada vivaracha de los niños y el agradecido semblante de la madre, sentenciaban entre dulces sonrisas: "Miradlos, angelitos, qué felices son los pobres".
Me pareció ver algo ruborizado el rostro del artista, que protestó, aparentemente sin perder la calma, aunque probablemente con algo de rabia contenida:
-A fuerza de ver miserias humanas, los médicos habéis perdido la sensibilidad.
-No creas, lo que pasa es que para enfrentarnos a ellas eficazmente hemos de hacerlo con criterios científicos; si no, actuaríamos como los hechiceros.
Noté que las palabras del médico habían hecho mella en el músico, que iba recobrando el primitivo color de su tez, mientras escuchaba a su amigo. Pero parecía seguir aferrado a la parte emotiva de su ser, pues replicó, sin mucha convicción:
-No me dirás que no tengo razón en lo que te decía antes de las virtudes que van a perder.
-Claro que te lo digo; es más, ni tú mismo piensas en ellas ya con la misma firmeza que antes. Y ahora te hablo como psiquiatra; lo que ocurre es que intentas agarrarte a ellas como tabla de salvación. Pero no tienes razón, y no te culpo por ello; tú eres un artista, no un científico, y estás perfectamente en tu papel.
-Déjate de rollos -dijo el compositor con una cierta severidad, que aprecié fingida, y añadió: "Te he hablado de unas virtudes concretas: el candor, la falta de codicia y la solidaridad".
-Es que, por más que te empeñes, no eran tales virtudes, en el caso concreto de los países del Este, que es lo que estamos analizando. Mira -continuó diciendo el psiquiatra a su amigo el artista-, el candor, la falta de codicia y la solidaridad que llamaban tu atención cuando, como renombrado compositor occidental, visitabas esos países en la época de la dictadura comunista eran sólo espejismos de virtud; la condición de virtud hubiera exigido comportamientos conscientes y libres, y allí no había ni lo uno ni lo otro. Lo vas a ver enseguida. El candor que notaste era nada más una consecuencia subconsciente de la admiración que sentían por tu modo de vida, del mismo tipo que la que los antropólogos perciben en los pueblos primitivos ante la propia figura del antropólogo rodeado de sus objetos personales y de sus instrumentos profesionales. En cuanto a la falta de codicia que creíste ver, ni siquiera era tal; simplemente, era inútil tener codicia, dadas las dificultades de satisfacerla en condiciones razonables de riesgo. Y por lo que se refiere a aquella solidaridad que llamaba tu atención, yo la calificaría como un instrumento defensivo de carácter reflejo, antes que como expresión de virtud colectiva; sería del mismo tipo que la que se dispensan entre sí los miembros de cualquier grupo que se siente perseguido; por ejemplo, la solidaridad que se daba entre los miembros del PCE cuando estaban en la clandestinidad.
El artista se quedó en silencio -quise pensar que cavilando- y yo tuve que dejar el tren, en el que ellos continuaron: había llegado a mi destino; ya alojado, cogí la pluma y, para general conocimiento -y espero que aprovechamiento-, dejé transcrito el diálogo.
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