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Sueños de ladrillo y tierra

De los montes de escombros, sacan su sustento diario un puñado de hombres

Las montañas aparecen y desaparecen por arte de magia. Al sur de Madrid, en Vallecas, un camión llega y descarga un río de piedras, cemento y hierros traídos de cualquier punto de la ciudad. Los montículos se pueblan de personas encorvadas que buscan trozos de cartón y pedazos de chatarra entre los escombros. El paisaje del fondo contrasta con la basura. En el norte, detrás de este gran mar de destrucción, se ve la gran ciudad en toda su perfección y grandeza; Madrid, vista desde aquí, parece un monstruo de cemento y armadura de acero, que se dispone a devorar a quienes se asomen a ella. Son muchos los que escarban entre la basura para comer todos los días.

Sebastián tiene 64 años, y durante los últimos cuatro años se ha dedicado a este trabajo; en sus manos y en su rostro se acentúan las diferencias sociales existentes entre el norte y el sur, sin necesidad de salir de la misma ciudad, del mismo país y del mismo continente.Son las diez de la mañana; este hombre comienza su jornada en invierno más tarde que en verano; parece ajeno a todo lo que le rodea, va a lo suyo, escala por los montones de cascotes con una agilidad insospechada para su edad, lleva las manos desnudas y dice no tener miedo a cortarse con los ladrillos rotos. "Siempre tengo mucho cuidado", dice. Trata la mercancía de cartones y hierro con amor. Hay cartones grandes que se resisten a ser doblados y se enroscan en sus brazos como lo harían las serpientes; al final de la lucha, sus manos salen victoriosas y consigue atarlos con una cuerda.

Guardar para uno

Hace nudos que harían palidecer de envidia a un marinero; cuando encuentra un objeto grande, como una lavadora, va a la chatarrería y pide un carrito para cargarla; muchas veces, cuando vuelve al lugar donde encontró el preciado tesoro, éste ha desaparecido. Sebas acepta con resignación estas cosas y está de acuerdo con la situación de Pedro Parra, dueño de la chatarrería, que dice: "El que guarda en el campo guarda para otro".

Hay hombres que hacen esto no para comer, sino para beber, y muchos que, aun haciendo este trabajo por la primera causa, no pueden llegar a fin de mes; es entonces cuando acuden al señor Parra, el chatarrero que les compra la mercancía, y le piden dinero; éste se lo entrega como anticipo, según el chatarrero: "Sólo hago esto con las personas que de veras lo necesitan para comer".

Sebastián, que tira afanosamente de su carro nueve horas diarias, algunas veces más tiempo, dice que "la gente no me mira mal, al contrario, me respeta mucho". Confiesa llevarse bien con la Policía Municipal. "Me ceden el paso cuando cruzo la carretera". Esta persona, que vivió durante nueve años con su hermano, hasta que éste perdió todo su dinero en el juego, vive ahora con su sobrino y paga el agua y la comunidad "porque en algo hay que ayudarle"; a Sebas, que gana entre 200 y 800 pesetas diarias, se le dibuja una sonrisa en el rostro cuando recuerda con nostalgia el día que volvió a su casa con 5.000 pesetas, dinero que había conseguido al vender unos hierros. Ahora, el kilo de hierro cuesta entre las cinco y las siete pesetas.

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Según Esperanza Aguirre, concejal de Medio Ambiente del Ayuntamiento de Madrid, esta zona, al igual que muchas otras del cinturón de circunvalación de Madrid, son producto de "algunos transportistas que están por civilizar" y que traen los escombros por la noche desde las obras clandestinas, cuando la Policía Municipal no puede vigilarlos "porque no podemos poner un coche detrás de cada camión". La concejal añade que "el ciudadano puede denunciar estos hechos cuando se produzcan llamando al 092 o a la Patrulla de Protección Ecológica", para de esta forma luchar contra el vertido ilegal de escombros.

El que pasa hambre

Serafín nació hace 65 años en Cáceres. Se crió en Córdoba y trabajó en Ciudad Real limpiando montes junto a su padre. Hace 49 años se vino a madrid para trabajar en la construcción. Después de jubilarse le quedaron 25.000 pesetas mensuales, con las que apenas viven él y su mujer. A este buscador entre los escombros le falla la memoria; hace este trabajo porque, dice, si se saca un duro o dos "ya hay para el bocadillo o lo que sea, y el que pasa hambre es porque quiere". Este hombre gana entre 200 y 600 pesetas al día, y afirma rotundamente que no se preocupa del peso porque el carrito le avisa. "Cuando hay que tirar de él dice: "Éste va bien cargado". Habla mientras le quita el cobre a un motor oxidado. Casi prefiere que sigan haciendo vertidos de manera ilegal, porque buscar cosas entre ellos es una forma de llegar a fin de mes.

Díaz es otro personaje de la zona; aparenta ser una persona de edad muy avanzada, y si se le mira a los ojos se puede intuir que padece alucinaciones alcohólicas.

Cae la noche sobre Madrid y la temperatura desciende bruscamente. Es entonces cuando estos buceadores de los escombros sueñan con encontrar al día siguiente un calentador, un marco de acero o el motor de una lavadora.

Cascotes por juguetes

Dos niños gitanos tiran penosamente de un remolque hecho con ruedas de carritos de hacer la compra y tablas que han construido como si de un juguete rudimentario se tratara.Por encima de estos maderos se apilan hierros que alcanzan alturas de hasta un metro por encima de sus cabezas.

Uno de estos hierros podría caerles encima y acabar con sus vidas; sin embargo, ninguno de los dos niños parece darle importancia a esta posibilidad. El resto de la sociedad tampoco.

Los niños hacen también, como los mayores, este trasiego de chatarras y maderas a diario porque tienen que comer. Ambos viven en una casa compartida con otras dos familias. Su chabola parece un oasis en medio de un desierto de cascotes y vigas retorcidas.

Sus padres y hermanos se dedican al mismo oficio que ellos. Estas familias se encuentran situadas por debajo de la llamada línea de la pobreza. Están allí aguantando porque esperan desde hace mucho tiempo que se les dé una vivienda de protección oficial.

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