En tierra extraña
Ha muerto un mito, ahora es la hora de rotular las calles con su nombre. Tal vez, algún día, queden los rótulos más o menos agríetados, ¿pero qué quedará del mito exacto en la memoria sentimental? Tal vez quede la voz, en los repetidores mecánicos, cada vez más perfeccionados. Y algún filme salvado -quedan pocos- en los que su imagen en movimiento permanecerá, pero con la arritmia y la prótesis que conllevan las reconstrucciones.Para muchos fue durante años la voz más acariciante, tatuada como el marinero en el pecho del español clamoroso y festivo. Pero también representó, no como Concha sino como Concepción, -cuidado con las lenguas hermanas-, en tierras del sur americano, la tonadilla perfeccionada en la que lo bravío quedaba compensáda por el señorío que el respetable, al parecer exige.
Pero hay otra mirada hacia ese mito español que encamó durante un tiempo Conchita Piquer. Es la valenciana, en la que el tópico encuentra su caldo de cultivo en las adoraciones marianas del valenciano, defensor a ultranza de las tradiciones que inventa cada día para luego contrabandear la Historia del murciélago penado, pero nunca arrepentido. En Valencia latió siempre la voz más que la presencia física de la que, desde casi niña se fue a tierra extraña. El mito, aquí en la valenciania, si que será perenne, porque es un mito elaborado y envuelto en hábitos de huertana de azulejo aglográfico. Era la perfección en el canto, la insinuación delicada, el cara a cara con la divinidad local y el bello palmito pidiendo piropos regionales.
Pero Conchita, luego doña Concha queda en la memoria de algunos valencianos como un personaje que escondía otro en sí mismo, más rico, más atrevido, con más desparpajo y recubierto de aventuras. La primera vez que mi padre, su médico, me llevó de niño ante ella como en un acto de veneración artística y camal me vi envuelto en un vendaval de expresiones valencianas en que las alusiones a las frutas locales dejaban de ser malsonantes para convertirse en un presencia auténtica de sus orígenes, verdadera y sinceramente, entonces, populares.
Esos orígenes que la llevaron, de muy joven, a Nueva York, a vivir una experiencia insólita para una hija del pueblo mondo y lirondo y que ella, con la ayuda de su maestro convirtió en un largo suspiro patriotico que todavía hace lagrimear a los que son rehenes de la patria en esas tierras extrañas a, las que llegaban acuciados por el pan o por realizar libremente las buenas costumbres. Y el aprendizaje.
A Concha Piquer tal vez le faltó un Orson Welles que la cubriera de espejos, en cada uno de los cuales representará su aventura o su enigma, como le sucedía a la otra hispana en blanco y negro.
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