¿Pero dónde está Bigas Luna?
Memorias hard de una joven formal, Las edades de Lulú levantó polvoreda en los ambientes literarios tras obtener el máximo galardón en el más popular certamen -¿es que hay otro?- para novelas de las que se leen con una sola mano, e hizo de su autora, Almudena Grandes, un fenómeno editorial. La potencialidad del libro como generador de una adaptación cinematográfica se presentaba a priori problemática; ¿cómo hacer para que lo que en el relato literario es una explícita recreación directa de los gozares y sufrires de una mujer en búsqueda sexual perenne, no resulte, por la obviedad del mostrar cinematográfico, objeto de veto por el buen sentido social?A esta aparentemente irresoluble cuestión intentaron responder la coguionista la propia autora de la novela-, y más aún su colaborador en las tareas de escritura y director, Bigas Luna, erotómano de pro y autor de la obra capital en nuestro cine contemporaneo sobre los peligros de las obsesiones sexuales, Bilbao.
Las edades de Lulú
Director: Bigas Luna. Guión: B. Luna y Almudena Grandes, basado en la novela de ésta. Fotografía: Fernando Arribas. Música: Carlos Segarra. Producción: Andrés Vicente Gómez para Iberoamericana Film Internacional; España, 1990. Intérpretes: Francesca Neri, Óscar Ladoire, María Barranco, Fernando Guillén Cuervo, Marta May, Ángel Jové. Estreno en Madrid: salas Proyecciones, Renoir Cuatro Caminos, Parquesur, Ideal Multicines.
Bigas y Grandes han intentado, con un guión que se pretende plausible, responder al galimatías aparente de mostrar sin hacerlo hasta el final, sin adentrarse resolutivamente en el porno duro.
Y el resultado es, como poco, descorazonador. Por una parte, y eso puede ser para algunos un mérito, el filme constituye la frontera más extrema y osada a que se ha llegado en nuestro cine, comercial, por supuesto, en lo que a mostrar el sexo y sus variantes se refiere. Por la otra, eso se logra a costa de una lamentable operación mimética, que consiste en copiar al pie de la letra la estructura de un filme porno cualquiera. Tan simple y pedestre es en su formulación que resulta sonrojante mencionarlo: consiste sólo en la sucesión prácticamente ininterrumpida de coitos rodados desde todo ángulo y haciendo que el único motivo de sorpresa lo constituya la variedad del/los participante/s en la función.
Esta gimnasia permutativa resulta convincente en el porno duro, entre otras cosas porque la historia, inexistente, se supedita obedientemente a lo que en realidad interesa: mostrar para provocar la excitación sexual del respetable. Cualquier otra finalidad queda desechada desde el comienzo. Aquí, en cambio, se juega a lo mismo, pero sin que los elementos distintivos -el miembro viril en erección, la felación, la eyaculación, el inserto- lleguen nunca a hacerse presentes, de forma que estamos ante un coito visual amputado. Paradójicamente, tan ocupado como está en mostrar a sus personajes, el director -y su guión- olvida que éstos deberían tener una psicología, nacer ante el espectador de una descripción tan útil como necesarla para hacerlos creíbles.
Y llegados aquí es preciso preguntarse por qué esta oda entusiasta al esconder pareciendo que se muestra, ha sido dirigida por un realizador tan personal y sugerente como Bigas Luna. Su habitual capacidad para la elipsis y la composición rigurosa del encuadre se diluye en un trabajo aplicado, pero gris, que pareciera que él mismo no termina de creerse. Y mejor ni hablar de dirección de actores: sólo la voluntariosa Francesca Neri sale bien parada en un papel que Ángela Molina desdeñó, tal vez porque nunca llegó a confiar en las bondades de un personaje sencillamente inexistente. Del resto más vale olvidarse.
Babelia
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