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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cárceles a presión

NO DEBE considerarse casual que por tercera vez en este año un grupo de reclusos de la cárcel alicantina de Fontcalent protagonice un motín. Su población reclusa, por el carácter de centro de cumplimiento que tiene, está sometida a condenas de larga duración y es considerada en gran medida como peligrosa. Pero estas circunstancias, con ser evidentes, no explican por completo el nuevo motín en la prisión alicantina, con la toma de rehenes y la secuela de un interno muerto. Su alto grado de hacinamiento -800 reclusos cuando su capacidad es para 400- puede ser, en última instancia, el factor desencadenante de estas recurrentes explosiones de violencia.El hacinamiento y la masificación, consustanciales a la situación carcelaria, se han recrudecido en los últimos años en España. Entre 1986 y 1990, la tasa de reclusos por cada 100.000 habitantes ha pasado de 65 a 85. Esto supone que, como media, 2.000 nuevos inquilinos engrosan el mundo carcelario español cada año, sin que la adaptación de su vetusta infraestructura y la creación de nuevas prisiones sean capaces de absorber este aumento de población. El caso paradigmático es la persistencia de la lúgubre prisión Modelo de Barcelona, oficialmente destinada desde hace años al cierre, pero en pleno funcionamiento por la incapacidad de las nuevas prisiones catalanas para hacer frente a la constante avalancha de reclusos.

Esta situación no sólo sirve para generar un peligroso caldo de cultivo para todo tipo de conflictos. Trastoca la política penitenciaria e imposibilita sus más elementales objetivos de tratamiento individual y de reinserción social del recluso. En su confuso elenco de reivindicaciones -endurecidas por los secuestros y teñidas de sangre-, los amotinados de Fontcalent denuncian hechos ciertos: el abandono que padecen y la indiferencia social ante su suerte. En la medida en que la política penitenciaria haga dejación de su finalidad rehabilitadora y se ciña a castigar a los peores individuos, nos encontraremos frente a un espíritu en las antípodas de los objetivos de reinserción social propios de un Estado moderno y a los que el Gobierno socialista no ha renunciado.

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