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Tribuna:REFLEXIONES EN EL 12 DE OCTUBRE
Tribuna
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Iberoamérica, entre el Norte y el Sur

La inoportuna crisis del golfo Pérsico, suscitada precisamente porque viejos problemas regionales se han liberado del freno que suponía la tensión Este-Oeste, nos ha impedido asimilar en toda su amplitud la transformación que, en el equilibrio mundial, ha producido el final de la guerra fría, el desmoronamiento de la dogmática utopía colectivista y la sustitución de la confrontación entre las grandes potencias por un nuevo clima de cooperación que, a plazo no muy largo, ha de fructificar en un nuevo orden internacional. De hecho, la propia crisis provocada por el expansionismo iraquí ya ha puesto de relieve que la ONU tienen un importante papel que cumplir en el futuro, como institución de consenso y de tutela de los grandes valores universales, sobre los que empieza a existir coincidencia fundamental. Otras instancias supranacionales como la UEO o la propia Comunidad Europea han cobrado asimismo renovada vitalidad al polarizar a grupos de naciones en torno al conflicto en distintos aspectos.En esencia, el cambio de rumbo impulsado por Gorbachov en su zona de influencia, y sus consecuencias más directas -la distensión, el desarme- introducen un factor de racionalidad en el panorama mundial. La razón ya no viene determinada por la fuerza de quien la esgrime, por su pertenencia a un bloque que lo arropa, sino por datos objetivos. Y es de suponer que, en el futuro, el conflicto tampoco se suscitará más por la rivalidad expansionista de dos modelos enfrentados, sino por desequilibrios reales que, a medida que se hagan notorios, habrán de obligar a la comunidad internacional a procurarles una solución.

Todo ello tiene una consecuencia evidente: si el mundo venía regido y condicionado hasta hace poco por la confrontación Este-Oeste, en el futuro el principal problema que tendrá que resolver la comunidad internacional es el profundo desequilibrio Norte-Sur. No puede haber un orden justo ni cabe hablar de una situación internacional estable en tanto el Norte desarrollado siga enriqueciéndose y el Sur depauperado continúe empobreciéndose, como ocurre dramáticamente hasta ahora.

Durante décadas, prácticamente desde el final de la II Guerra Mundial, ha sido patente que los problemas Norte-Sur han quedado enmascarados por la eminencia incontenible de los conflictos Este-Oeste. Ello ha sido especialmente visible en Iberoamérica, en donde los intereses estratégicos norteamericanos, sólo explicables en el marco de la confrontación con la otra gran potencia, han influido decisivamente, en lo político y en lo económico, en la marcha de estos países. La situación centroamericana, con toda su complejidad, es el fruto más visible y penoso de aquellas circunstancias éticamente impresentables.

Intervencionismo

Los cambios suscitados tendrán, a partir de ahora, una repercusión favorable en este ámbito iberoamericano: en primer lugar, una mayor vigencia del derecho internacional; ya no hay superiores intereses que justifiquen políticamente el intervencionismo en cualquiera de sus manifestaciones. En segundo lugar, las cuestiones vinculadas al desarrollo alcanzarán una importancia preferente; el riesgo de conflicto ya no vendrá dado por la rivalidad entre los bloques, sino por las exigencias de unas sociedades que reclamarán legítimamente su derecho al bienestar. En tercer lugar, la desmilitarización planetaria dejará libres cuantiosos recursos, que podrán ser aplicados al desarrollo del Sur, no en términos de beneficencia, sino de cooperación, fructífera para las dos partes.

Es evidente que el concepto de comunidad iberoamericana cobra, desde estas perspectivas, un relieve sin precedentes. Los problemas socioeconómicos de Iberoamérica son homogéneos en gran medida, y la gran interrelación económica hace impensable que puedan resolverse los de un solo país o grupo de países de la región sin contar con los demás del conjunto. En consecuencia, la idea de comunidad, plasmada cada vez más institucionalmente, tendrá una operatividad que resultaba impensable hasta hace poco. Y la presencia de España en esta comunidad otorgará al conjunto una dimensión europea, norteña, que puede rendir asimismo numerosos frutos prácticos al empeño integrador.

Constituye una gozosa coincidencia que el año de 1992, que es emblemático para nuestra colectividad hispánica, se ubique en el arranque de esta nueva era en las relaciones internacionales. Ello nos facilita rechazar cualquier tentación de hacer de este hito una conmemoración historicista -la historia, en una mentalidad progresista, nunca sirve para recrearse en ella, sino sólo para tomar un punto de referencia y de partida- y de auspiciar en cambio un fructífero proyecto de futuro.

Porque la comunidad iberoamericana, de la que España se siente parte, ha de constituirse formalmente en un grupo de presión internacional, dispuesto a utilizar toda su capacidad de influencía en las grandes instituciones y fuera de ellas, y en pos de un equilibrio mundial basado en políticas que combatan las graves iniquidades Norte-Sur, generadoras de conflictividad y de inseguridad.

España, es bien notorio, está fuertemente imbricada en la Comunidad Europea, que ya no es un concepto abstracto, sino una realídad que asumirá incluso buena parte de la soberanía nacional de los Estados miembros. Pero una nación no puede renunciar a sus raíces ni a sus ligazones familiares, y su capacidad de influencia es tanto mayor cuantos más son sus vínculos formales y políticos con el ámbito al que cultural, histórica y hasta étnicarnente pertenece. Por ello, el nexo trasatlántico entre las naciones iberoamericanas tiene también que terminar siendo operativo en términos concretos, y en beneficio de todas las partes. Para las naciones americanas, porque el ingrediente español es como una punta de lanza en sus relaciones con el norte europeo; para España, porque su pertenencia a Iberoamérica le da un relieve especial en este compromiso en ciernes que deben contraer el Norte y el Sur.

Creo, sinceramente, que ha pasado el tiempo de la retórica y que hemos de ponernos a trabajar callada pero incansablemente en pro de estos objetivos, de cooperación y de influencia internacional. Esta tarea conjunta, para la que hemos de establecer cauces permanentes, ha de ser el gran logro de nuestra relación, en la que el V Centenario, ya inminente, debe ser catalizador eficaz.

L. Y. Barnuevo es secretario de Estado para la Cooperación Internacional.

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