Eclipse de la solidaridad
La meteorología política requiere ajustes puntuales. Los vientos flojos y moderados son normalmente sustituidos por marejadas intimidatorias y marejadillas retóricas; las borrascas se sitúan en el golfo Pérsico; bases de niebla en la Bolsa de Tokio y nubosidad variable en el resto.Lo cierto es que, además de los vertiginosos relevos, enmiendas y conversiones del último quinquenio (que abarcan sistemas, ideologías, alianzas, concepciones del poder, nuevas hegemonías), han tenido lugar otras mutaciones, probablemente no tan notorias, pero que también están contribuyendo a cambiar la sociedad y las relaciones humanas que le dan vida.
La trepidante derechización experimentada urbi et orbi por los estamentos políticos y los medios comunicantes ha generado, como razonable consecuencia, la soberbia de los vencedores y la inhibición de los vencidos. Es probable que las zarandeadas comunidades del Este no se encuentren totalmente cómodas ni en el primero ni en el segundo grupo; en cambio, no caben dudas de que, como siempre, el gran perdedor es el Tercer Mundo.
Orgulloso de su bienestar, de sus adelantos técnicos, de su jet set, de sus banqueros y de sus yuppies, el engreído Noroeste, o Primer Mundo, ha adoptado un talante nítidamente egoísta y ha convertido ese rasgo en la gran novedad del curso. Como derivación de ese salto cualitativo (¿hacia adelante?, ¿hacia atrás?), Occidente se ve hoy aquejado de una alarmante mezquindad, y el síndrome de insolidaridad dócilmente adquirida puede llegar a ser tan grave como el otro sida.
Aunque cada país hoy boyante sigue conservando (y a veces ocultando) sus miserias propias, las sociedades del desarrollo, en su conjunto, se muestran tan autosatisfechas de su confort y de su habilidad para lograrlo que se tornan amoscadas y recelosas cuando los rostros más o menos oscuros del Tercer Mundo modifican el paisaje de sus grandes ciudades. Prefieren el smog de las gigantescas industrias antes que la contaminación de esos indeseables.
No obstante, en un pasado relativamente cercano, los inmigrantes portugueses, italianos y españoles eran discriminados en países prósperos de Europa, tal como hoy son segregados los turcos en Alemania o los africanos en España. Después de todo, el método idóneo para ignorar la actual pobreza ajena es olvidar cuanto antes la pasada miseria propia.
Aun las recién adoptadas sociedades del Este empiezan a padecer algunas amarguras. Pasadas las primeras y explicables salvas de júbilo, y también la segunda y más breve euforia, el Oeste ha empezado a mirar con recelo a esos miles y miles de presuntos disidentes del comunismo que reclaman su sitio en el nirvana del mercado de consumo. En realidad, vienen a exigir todo aquello que durante más de 40 años les fue prometido por las radios libres y por la seductora publicidad televisada del Berlín occidental.
Pero aun en el ámbito alemán, que ha diseñado una solución propia, el acoplamiento no ha sido fácil, y quizá por eso, si hoy se comparan las cuotas partes de la tan mentada fusión germánica, puede conjeturarse que, más que de unificación, debería hablarse de lisa y llana anexión. (No estoy inventando el término: acabo de escuchárselo a varios decepcionados alemanes del Este que eran entrevistados por la televisión española y que recordaban que antes de la caída del muro había en la RDA unos 250.000 ciudadanos en paro y ahora ya hay más de un millón). Con mucha más habilidad que Irak, y sobre todo sin su brutalidad y con una más fundamentada inserción en el pasado, la RFA reclamó (y obtuvo) su propio Kuwait. Quizá por eso (es mera conjetura) el Gobierno de Kohl se muestra tan vacilante a la hora de participar militarmente en la Operación Escudo del Desierto. Y es probable que cuando la prensa internacional compara insistentemente a Sadam Husein con Hitler, el corazón unificado de la Gross Deutschland sufra vergonzantes palpitaciones, incrementadas a veces por las depredaciones callejeras de los jóvenes neonazis. Por algo Günter Grass nos ha recordado que la única y breve etapa (1871-1945) de unidad alemana fue la fase más infeliz de su historia: "De ese Estado unitario salieron dos guerras mundiales, crímenes como no se habían dado nunca en la historia de la humanidad".
Es claro que el actual flagelo insolidario no es sólo político. Cuando la autoridad eclesiástica se duele, en reciente declaración, de la disminución de fieles y de sacerdotes, cada vez más aquejados de incurable soledad, parece no haber advertido que la actual religión. del Oeste ampliado es el sacrosanto dinero, y que algunos devotos de este nuevo culto son capaces no sólo de crucificar nuevamente a Cristo (tal vez en nombre de los mercaderes otrora expulsados del templo), sino también a la patria, al párroco, la madre y la tercera esposa. Tampoco son gratuitas las difundidas instantáneas del presidente Bush pescando muy ancho en su refugio veraniego mientras enviaba decenas de jóvenes norteamericanos a los seguros riesgos del golfo Pérsico.
En un brevisuno poema, titulado Antiguos compañeros se reúnen, dice el poeta mexicano José Emilio Pacheco: "Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años". Sucede que la insolidaridad es contagiosa. Se comienza (cuando llegan las vacaciones) abandonando al perro y su anacrónica lealtad en medio de la carretera; luego (en las siguientes vacaciones), dejando al abuelo en cualquier parte para que no molesten su invalidez, su sordera, su falta de memoria o simplemente su silencio. Más adelante se apaga el televisor si éste documenta que 40.000 niños mueren de hambre diariamente en el mundo. Hay que reservar las lágrimas para el culebrón de turno. Por otra parte, la solidaridad es una palabra tan larga e incómoda que ni siquiera cabe en los poemas posmodernos.
En este tiempo del desprecio, la humanidad perpetra la aniquilación de las ballenas, de los delfines, de los elefantes, de los osos; destruye la selva amazónica, incendia los bosques de los países mediterráneos. Los partidos verdes y los movimientos ecologistas rara vez obtienen un apoyo mínimo que otorgue verosimilitud a sus alertas. El agujero en la capa de ozono apenas nos concede tiempo para que defendamos la vida, pero nadie se da por aludido. "La tierra nos quería un poco, me acuerdo", escribió hace 45 años René Char. ¿Nos seguirá quieriendo ahora, cuando su destrucción se ha convertido en una meta primordial del hombre?
La propia Iglesia restringe su solidaridad a la parcela de las oraciones, pero deja caer sus estígmas, presiones y amenazas sobre la incómoda teología de la liberación, que corrobora con hechos su saludable obsesión de que el cristianismo se cristianice. En realidad, Cristo y Marx están cada vez más solos en su propuesta de solidaridad. Y en tanto que millones de africanos mueren de hambre, Karol Jozef Wojtyla se aviene a consagrar la basílica de Yamusukro, Costa de Marfil (faraónica fotocopia de la de San Pedro), cuya construcción, con vitrales franceses y mármol rosa italiano, costó 250 millones de dólares. Su promotor, el viejo dictador Boigny, de Costa de Marfil, no se ha hecho acreedor a mayores objeciones del mundo libre, occidental y cristiano. La bendición papal, empero, ha provocado aislados estupores éticos.
Este quinquenio que culmina quedará signado, no en la historia (dicen que ya no existe), sino en la memoria colectiva, como el lustro de la insolidaridad. Estamos en pleno jubileo del capitalismo y sabemos que el capital sólo es solidario (aunque no siempre, Japón dixit) con el capital. Toda una firme tradición. Hay, sin embargo, otra tradición, menos voceada, pero más profunda: que los pueblos suelen ser solidarios con los pueblos. (Me consta que este término ya casi no se usa, pero, a pesar de mis ingentes esfuerzos, no he encontrado un sinónimo posmoderno). Tal como van las cosas, nada es seguro. Sin embargo, como alquna vez lo insinuara Bergamín, "si hay una mala fe, ¿por qué no va a haber una buena duda?".
es escritor uruguayo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.