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FERIA DE OTOÑO

Fernando, Cámara se pasea por la gloria

Ibán / Mendes, Niño de la Taurina, cámara

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Tenía previsto retirarse si no triunfaba

Cuatro toros de Baltasar Sán, tres terciados, con casta, que dieron juego, grande y manso; dos sobreros, en sustitución de dos toros de Puerto de San Lorenzo, devueltos por inválidos: 31, de Couto de Fornilbos, terciado pero con trapío, bravo y noble, para el que se pidió la vuelta al ruedo; 42 de Diego Gamido, con cuajo, muy pobre de cabeza, manso bronco. Vidor Mendes: dos pinchazos, otro hondo tendido, rueda de peones y dos descabellos (silencio); pinchazo bajo muy atravesado, media estocada tendida y rueda de peones (ovación y también pitos cuando sale al tercio). Niño de la Tamina: estocada exageradamente trasera y baja perdiendo la muleta (algunos pitos); pinchazo bajísimo y otro hondo perpendicular escandalosamente bajo (palmas y pitos). Fernando Cámara estocada (dos orejas y clamorosa vuelta al ruedo, a cuyo término se reproduce la ovación y sale de nuevo al tercio); pinchazo, estocada corta tendida y rueda de peones; la presidencia le perdonó un aviso (ovación y salida al tercio); salió a hombros por la puerta grande. Plaza de Las Ventas, 1 de octubre. Quinta corrida de feria. Más de tres cuartos de entrada.JOAQUIN VIDAL

Fernando Cámara se estuvo paseando por la gloria y la gloria era el, coso de Las Ventas. Sólo le faltó levitar. O a lo mejor levitó, no se..., nadie podría decirlo... Aquellos minutos de gloria fueron unos minutos mágicos. Obraron el prodigio un torito bravo de maravillosa casta; un torero cabal tocado por las musas que había entrado en estado de gracia. Pero no sólo ellos. La afición venteña contribuyó a que se obrara ese prodigio pues entró, asimismo, en estado de gracia y también se encontraba en la gloria. Y el propio otoño dorado...

Empezaba a caer la tarde y un sol quebradizo que filtraban hilachas de nubecillas, irisaba de bronces y platas el redondel de Las Ventas, en cuya inmensidad se perdían la soledad de un toro y la soledad de un torero. En los abarrotados tendidos se hizo un silencio expectante... El torero

-en su soledad- llamó al toro desde la lejanía. El toro -en su soledad- acudió presto al cite. En cuanto vio el carmín encendido de la pañosa y la. voz amiga, acudió. Y ya no hubo más soledades en el redondel. El torero, toreaba; el toro, embestía. Un suave vaivén, un artificio de suertes bellísimas, el torito bravo en incansable seguimiento del encendido carmín, el torero creando una fantasía de arabescos y colores...

El juego consitía en que el torero volvía a irse lejos y a llamar con voz amiga; el toro, a acudir alegre y como ya se conocían, ya eran amigos de toda la vida, concertaban sin necesidad de decirse nada nuevas armonías de colores y de arabescos. Y así hubieran podido seguir hasta el infinito. O quizá aquella misma creación fue el infinito. Porque así pareció: el pulso del tiempo quedó en suspenso...

El tiempo..., en suspenso... Se trata de la figura retórica usual cuando en un coso surge el arte y alguien pretende explicar cómo fue. Es una pretensión vana, desde luego, porque el arte no se explica: se siente. Pero también es cierto que cuando el arte se siente, el tiempo se convierte en una abstracción inútil. Sucede tal cual en una plaza de toros; todo el que lo haya vivido lo puede atestiguar. Cuando Fernando Cámara y el bravo torito portugués concertaron aquel toreo mágico sobre el inmenso redondel venteño irisado de bronces y de platas, miles de almas, miles de aficionados que unos momentos antes habían denunciado groseras tropelías, discutido prosaicos tecnicismos, agitado pañuelos, batido palmas de son, se olvidaron del mundo, entraron en estado de gracia y quedaron arrobados por la irrupción mágica del arte de torear.

Pero el arte de torear posee su nomenclatura y, naturalmente, la tuvo aquella faena memorable de Fernando Cámara al torito portugués. Toreó en redondo y al natural, templando mucho cada muletazo, también sin ligarlo, por cierto, pues rectificaba terrenos, y ese es mal de los tiempos táuricos que nada pintaba, allí. Los abrochó mediante pases de pecho hondos. Se adornó con gusto. Y, sobre todo, embrujó al torito bueno -literalmente le embrujó- con una deslumbrante catarata de pases de la firma, ayudados y trincherillas, que pusieron la plaza en pie, si no es que la pusieron boca abajo.

El sexto toro era áspero y Cámara le porfió valentísimo para ratificar el triunfo memorable ganado en el anterior. Niño de la Taurina, en tarde aciaga, se em barulló con sus toros, llegó a trapacear desastrado, puñaleó volapiés de horrenda traza y ni con las banderillas acertó. Víctor Mendes si acertó con las banderillas (sin excederse), toreó vulgar al primero y se enfrentó con pundonor a la bronquedad del cuarto. Es decir, lo de casi siempre en una tarde de toros, que para nada cuenta ya. Porque en medio de todo esto llegó, súbitamente, la gloria, y de allí no quería apearse nadie. Acabada la corrida, calle Alcalá arriba se alejaba lentamente una multitud estremecida de aficionados oyendo música celestial cantada por un coro de querubines, y muchos creían que de un momento a otro se les iba a aparecer la Virgen.

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