El vendedor de bisutería
En la avenida de Madrid, a la entrada de Vigo, el tráfico estaba cortado por un grupo de manifestantes. Eran gente del vecindario. ¿Por qué será? ¿Faltan semáforos? ¿Se reclaman zonas verdes? ¿Les han dado con la puerta en las narices en alguno de los múltiples organismos dotados de postigos con detectores de indignadas napias populares? No. Era por los gitanos. Querían que echaran de allí a los gitanos, acampados, en el barrio con su techo de quita y pon, ligeros de equipaje, ciudadanos de las cunetas. Mientras se alargaba la columna motorizada, indagué sobre el asunto. En otras zonas de la ciudad las protestas habían funcionado. Los han ido echando como a una reserva nómada. ¿Qué se ha hecho por los gitanos en la prodigiosa década de producto interior bruto español?Recuerdo bien ese día por otra circunstancia. Yo iba a la ciudad para iniciar más trámites corno futuro cotizante a la Seguridad Social. Soy joven, eso dicen, pero cuando fue lo de Celaya sentí un temor casi animal ante el principio de la incertidumbre. Es el acoso repentino de ese tipo de preguntas tan poco épicas y nada líricas. No pasa nada, pero ¿qué pasa si pasa algo y uno no tiene donde caerse muerto, ni siquiera el regazo paternal del welfare State? "Es triste que un artista haya de precuparse tanto del vil metal", se quejaba en época de apuro y destajo Emilio Castelar. "Soy un galeote que ha de remar diariamente uncido a la galera de su labor". Pero Castelar era Castelar, y el XIX tenía su gracia. La pequeña historia cuenta que a su casa llegaban jamones de Trévelez, vinos de Jerez, chirimoyas de Almuñécar, sobrasadas de Mallorca, butifarras de Cataluña, mariscos de Galicia y naranjas de Valencia.
Desprovisto de tan suculentos mecenazgos, comparecí ante el Instituto Nacional de la Seguridad Social. El primer obstáculo fue convencer a una amable funcionaria de que efectivamente no tenía seguridad social y que sin embargo existía. "Estará usted a cargo de alguien". No. "Estará entonces en el paro". No. Yo quería que me anotasen como escritor. No soy escritor. Un escritor se pasa la vida queriendo ser escritor. Una vez soñé con ser escritor buscando en la guía telefónica el número de Rafael Dieste. Ponía así: 'Dieste, Rafael, escritor, el único entre miles de seres con apellidos y profesión". En otra ocasión, paseando por las montañas del Incio, encontré un rótulo con la leyenda de Rúa de Anxel Fole. Aquella calle, dedicada al autor de Terra brava, no tenía una sola casa. Era como una catedral de castaños. Quizá haríamos bien en reivindicar el orgullo de pertenecer a la República de las Letras. Pero ¿quién puede proclamar, sino en voz baja, que es escritor? "Váyase a Hacienda y hágase con una licencia fiscal", dijo por fin la funcionaria.
Aquel trámite requería por lo menos otra mañana de ventanilla en la España que funciona, pensaba ingenuamente. Cuando me tocó turno en aquella oficina con bultos de documentos apilados en el suelo y ordenadores apagados musité con pudor otra vez mi vocación-profesión. Pero en vano trataba de ocultar mi propósito al resto de la cola.
-¿Escritor? ¿Quiere licencia fiscal como escritor? -preguntó con tal extrañeza la nueva funcionaria, que hizo tambalear mi frágil identidad.
-Pues sí. Como escritor.
-¿Encuadernas libros?-¿Trabajas en una imprenta?
-Pues no.
-Pero ¿qué haces?
-Yo escribo libros.
-¿Tú escribes libros?
-Sí. Yo escribo libros. Cojo un papel en blanco y pongo letras. Así.
Sobre el mostrador, y con cierta desesperación, tecleé en una máquina imaginaria. El resto del público asistía expectante, entre impaciente y divertido, al entremés administrativo.
-Tengo libros en casa. Si quiere se los traigo -añadí, cada vez más insatisfecho con mi línea argumental.
-Bueno, bueno. No hace falta. Veamos, escritor.
La cosa estaba en marcha. La funcionaria hojeaba ahora un mamotreto a la altura del capítulo que versa sobre Tarifas de la licencia fiscal de actividades profesionales y de artistas. Después de demorado repaso me anuncié la terrible conclusión.-No existe.
-¿Qué es lo que no existe?
-Lo de escritor.
-¡No me diga!
Veamos. Volvimos sobre el epígrafe, recorriéndolo a dedo. Allí estaban registrados los más variopintos oficios. Algunos apasionantes y envidiables.
-Anóteme ahí, en el apartado de Partiquinos, coros, segundos tiples, vicetiples y conjuntos de cante y baile en ópera nacional o extranjera y conciertos sinfónicos.
-Jo. No, no puede ser.
-Pues ahí, mire. En baile regional. Yo escribo en gallego.
-No. Je, je. No puede ser.
-¿Y en ése, en Caricatos, excéntricos, charlistas, etcétera?
-No. Déjate de bromas.
-En serio. ¿Y ahí? ¿En ese apartado de Rejoneadores del grupo primero de la clasificación sindical?
-¡Que no, hombre! Déjame ver.
-¡Ahí, ahí! En Sexadores de polluelos. O en ese otro, en Masajistas.Je, je.
De aquel encuentro con la Administración surgió una prometedora amistad y el consejo de que me diera de alta en Actividades diversas, junto con vendedores de bisutería, etcétera. Tuvieron que pasar mil y una peripecias más, de cuyo fatigoso relato ahorro al lector, para convertirme en un empresario autónomo escritor. Un día me encontré al pintor Xosé Luis de Dios: "No te preocupes, como tampoco existían los pintores yo estuve anotado como fabricante de bicicletas. Mientras tanto, cuando los veo con la casa a cuestas, expulsados de barrio en barrio por la especulación o por un racismo de faz hipócrita, recuerdo la opinión de Valle-Inclán sobre el papel del intelectual: ¡mitad a los gitanos, y me pregunto qué será de ellos, mis colegas, mis hermanos, y en qué apartado de qué epígrafe conseguirán darse de alta.
Manuel Rivas es escritor y periodista.
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