Ordenar la biblioteca
Convendría, en verano, ordenar la biblioteca. Precisamente porque no se está en casa y es imposible, por tanto, cualquier fatiga que no sea mental y todo deleite que riegue fuera de la mente. Los desperfectos en lomos y guardas se desvanecen en la distancia; no así la lisura con nervios de las encuadernaciones.Un único criterio resultará impracticable. El alfabético por autores, desde luego que nunca. Jaime Gil de Biedma quedaría, en tal caso, al alcance de Juan Goytisolo. Podría, sí, jugarse con esta ordenación tomando la primera letra del nombre de pila por la del apellido para acercar Juan Benet a Benito Pérez Galdós. (Bien es verdad que el genial autor de los Episodios nacionales no escribió mayormente ensayos; vale como novelista). Julien Green sí que estaría cómodo, sobre todo ahora que -a la vejez viruelas- estropea sus enigmas sonsacándoles a posteriori su misterioso meollo, en el vecindario de André Gide; y este inquilino en la calle Vaneau también gustaría, por lo del callejero parisiense, colocarse un poquito a la vera de Paul Valéry, a quien ayudó a expirar ininteligiblemente. Por justicia, debieran reflejarse todas las pecas de Juan García Hortelano sobre las espaldas del eximio y mal comprendido lingüista Batistesa, enemigo que fue de Vanesa, la perra de doña Victoria Ocampo.
Según temas: ¡qué alteración de nuestras horas, que mezclan la lectura de biograrias con la de filosofía, y la de poemas con la de estudios políticos! De alguna manera,hay que sobreponerse al despotismo de que de día sea siembre de día y noche siempre por la noche. Los colores constituyen un principio válido a lo sumo por una estación. ¿Quién soporta acumulación de rojos rebajados en primavera? ¿O qué nostalgia del otoño, que sin duda es la irremediable nostalgia periódica, propugnarían en otras temporadas los volúmenes que provocan llamada de hoja caída, si son de tonalidad verdosa, o incendio de los oros, cuando el editor o el encuadernador se ha dado a la aventura del amarillo? Por nada del mundo me enfrentaría a las esquelas (mortuorias, en cierto rotativo sevillano) en que se unirían, plaflideros, los misales, rituales y demás compilaciones devotas. Nunca tendré problemas con los contigüidades de los productos de Fernando Savater. A más de por cariño, por supuesto que también por mi tranquilidad personal, tomé hace tiempo la resolución de no adquirir ninguno escrito por sus enemigos; ésos los ho eo, de pie, en librerías de dueños y regentes desconocidos.
No ha de olvidarse que una biblioteca es la biografía más fiel y minuciosa que jamás podría redactarse de su propietario. Vayamos, en consecuencia, con pies de plomo. Puesto que al ordenarla podemos topar, insensatamente, con la cifra de una afición desechada o con una de esas que hoy consideramos puro descarrío. O lo que peor fuera, volver a tener entre manos pasiones soterradas porque hacen aún mucha pupa. ¿Con qué ánimo sostendría yo la edición, inconclusa por cierto, de las obras de Guillermo de Ockham, si hace siglos que no me ocupo de cataclismos lógicos? ¿Qué decisión inquietante habría de adoptar, ahora que ya no, soy editor, tras el reencuentro con la poesía de Pierre Réverdy o de Paul Celan, que apenas llenan ejemplares delgadísimos con su contenido de láminas de acero que corta y quema; o de los testimonios extraviados, de una altura literaria tan inasequible como ignorada, de Víctor Ségalen? No son éstos tiempos de incumplibles propósitos de la enmienda. Porque arrepentirnos sí que podemos cara a nuestras debilidades de juventud; de espaldas al endurecimiento de la madurez, carece siempre el arrepentimiento de eficacia. A no ser que la ejecución de ésta aboque a la destrucción. Bajo presión fuerte o ladina, se deslizará siempre la sugerencia tramposa de que debiéramos distanciar los originales de las traducciones de los originales. Don Marcelino Menéndez Pelayo, primer director competente de nuestra primera biblioteca, no se avendría al engaño. Mantuvo sin remilgos que prefería, desde una fundada estimativa literaria, la versión de nuestro Boscán, también preceptor y un poco diplomático, al texto italiano de Baltasar de Castiglione. A mis oídos, la Oda a los mártires de la guerra española resuena menos ampulosa en la versión de Jorge Guillén que en la base original de Paul Claudel. ¿Y qué hacer con VIadimir Nabokov, si poseemos, tal es debido, textos en lenguas diversas, todos ellos escritos por el ruso?
So capa de utilitarismo en favor de una comodidad engañosamente vacilante, la de las chimeneas sin muchos leños, Manuel Vázquez Montalbán arroja a éstas libros y más libros. Piromanía laica que, según dije en artículo publicado en este mismo diario, había sido practicada por un obrero en la Francia de los años veinte con amplio eco de comentarios, incluidos los de Louis Ferdinand Céline. Decididamente no soy partidario de tales crepitaciones. Las virtudes de una biblioteca resaltan entre sus disllates, tal la naranja en la canción de cuando éramos chicos, "como la más hermosa entre las feas". O dicho en términos de biblia: "Soy negra, más hermosa". Porque yo sí quiero seguir teniendo biblioteca. Mi única revolución continúa siendo la que imposible ha sido para todos.
Por fortuna, no hay que ocuparse de manuscritos y recortes de prensa. Los primeros, de los demás y míos, sestean en cajones. Los segundos obran en un archivo de secretaría, salvo los que me son hondamente dilectos. Pongo por caso los dardos en la palabra, de Fernando Lázaro Carreter, la saga memoriosa que Pablo Beltrán de Heredia ha dado, sobre Caneja, el oftalmólogo, al Diario Montañés, las églogas o más bien idilios de Maruja Torres doquier, y algunos artículos, en catalán muy fino, de Enric Bruguera. La videoteca es otro cantar. De mis vídeos agrarios, la reina es Regina Farré.
Revelaré un secreto que lo es a medias, porque abriga una aspiración muy extendida. La biblioteca es la única estancia de la casa, de la que una mañana, con la prensa tediosa que nos trae precisamente el lechero, pueden anunciarnos haberse hallado en ella tendido por los suelos, atragantado con una separata de comunicología o colgado sañudamente de la nueva edición crítica de Saint-Simon, por fin y al cabo, un cadáver suculento, o asentado con negligencia fingida sobre una pila de almanaques Gotha, el persistente fantasma de un lector indiscreto. Un cadáver de nuestro cuarto, en el rincón de cualquier pasillo, daría en ordinariez menos llevadera que otras; un fantasma en el dormitorio constituiría, desde luego, indiscreción de menor cuantía, mas nos obligaría a saludar antes del desayuno. ¡Bastante tenemos con llegar desde la cama al baño, desde éste a la ventana por indagar temperatura y pluviosidad o sequera externas, y desde este suspiro contrariado a la mesita volandera que nos ofrece el primer brebaje! Hasta después de haberlo saboreado, decir algo equivale a perpetrarpecado casi capital de soberbia de la vida.
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