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Una mala noticia

El articulista sugiere realizar una reflexión geoeconómica en torno a la situación creada tras la invasión de Kuwait por Irak, distante de la información y los análisis efectuados por Estados Unidos, parte esencial del conflicto. Para ello elude, conscientemente, los aspectos geopolíticos de la cuestión.

Sólo nos permitiremos preguntarnos, en ese sentido, si las Naciones Unidas saldrán reforzadas (quizá debilitadas) por el esfuerzo estadounidense de conseguir (quizá imponer) la sanción de esta máxima instancia política mundial a su enfrentamiento con Irak; si este recurso (quizá imposición) a las Naciones Unidas es exponente de un nuevo comedimiento en el comportamiento externo de la primera potencia mundial o si marca un supeditamiento del organismo a un nuevo militarismo estadounidense.

Fijémonos, pues, en un aspecto geoeconómico no mencionado en la avalancha de previsiones sobre las consecuencias de una alteración en volumen y precio de la oferta mundial de petróleo. Me refiero expresamente a la incidencia que la invasión iraquí ya ha tenido y tendrá en la situación presupuestaria estadounidense y en el debate sobre esta cuestión, de tan enorme importancia para la economía mundial.

Mucho cabe temer, en efecto, que con la explosión militarista en Oriente Próximo, protagonizada por Irak y Estados Unidos, este debate haya quedado aplazado de hecho sine die, y que cuando se reanude, si éste es el caso, tras las vacaciones de agosto, no ya el cumplimiento de la ley Gramm-Rudman sobre limitación progresiva del déficit presupuestarlo (100.000 millones de dólares para el próximo ejercicio), sino todo esfuerzo serio por reducir la hemorragia de gasto militar, fuente principal del déficit (35% del Presupuesto federal), esté descartado.

Es muy posible que, en el fervor patriótico que sacude el país, ningún representante o senador que estime en algo su reelección se atreva a formular una llamada a la cordura presupuestaria mediante un recorte del gasto bélico. Las voces de razón habrán quedado silenciadas por la percepción, objetiva o interesadamente exagerada, del peligro exterior. La primera víctima, como suele ocurrir en estos casos, habrá sido la veracidad de información y la moderación del comportamiento. Y mucho me temo que los efectos de esta crispación perduren varios años.

Ya en los días previos a la invasión del 2 de agosto, la desgana de los congresistas de Washington para atacar el problema constituía un espectáculo desalentador y alarmante. Menos de la mitad de los miembros integrantes de la comisión mixta de representantes y senadores asistía a las sesiones de urgencia con el director de la Oficina del Presupuesto, Richard Darman, y otros representantes de la Casa Blanca. Nadie ha querido aparecer como responsable de un colapso de los servicios federales y, mucho menos, de reducir el masivo estímulo fiscal que los gastos militares suministran a una economía que ya da señales de recesión por todos los costados de su econometría.

Tarea ingrata

Así las cosas, el debate se aplazó hasta septiembre, sin visos algunos de que alguien se atreva, llegado ese mes, a suscitar las iras del electorado.

La tarea no es nada grata. El elector medio estadounidense, además de no estar dispuesto a prescindir de las subvenciones y servicios federales, percibe muy bien los efectos estimulantes a corto plazo que el déficit genera en su economía.

Sabe además que su economía está al borde de la recesión y participa por vía intuitiva del temor de sus gobernantes a que esta vez la recesión que se avecina no sea meramente un episodio cíclico, sino la recesión estructural de que hablan los informes del Fondo Monetario Internacional y los expertos financieros nacionales cuando ponen seriamente en duda la viabilidad misma, a medio y largo plazo, de una economía financiada con ahorro extranjero y que cuadra sus cuentas del Tesoro con una deuda externa ya jamás amortizable y cuyos vencimientos dentro de muy poco empezarán a ser asfixiantes.

En esta disyuntiva que pone en cuestión la esencia misma del modelo de Estados Unidos hoy como nación -seguir alegremente en la prosperidad a corto plazo o afrontar la penosa reconversión de una economía de gasto en déficit a una economía en parte autofinanciada- el país y sus representantes elegidos decidieron, una vez más, en estos últimos días de julio de 1990, aplazar el debate. Entre la vuelta al modelo de ascetismo secular, industrioso y próspero, de Franklin y Hamilton, y la permanencia en la locura caligulesca de los años de Reagan, el país sigue escogiendo la huida hacia adelante.

Pero he aquí que el 2 de agosto Irak invadió Kuwait.

Washington se ha apresurado a crispar militarmente la situación, sumando a las enormes partidas presupuestarias extraordinarias asignadas al saneamiento del sistema de cajas de ahorro (S & L) y de la Corporación Federal de Seguro de los Depósitos Bancarios (FDIC) la hemorragia de un despliegue militar en el Golfo. La huida hacia adelante se ha convertido en carrera hacia el superdéficit. La premura en la reacción de Washington hace pensar que las dimensiones del problema presupuestario estadounidense son mucho mayores que lo que las cifras oficiales dejan entender.

Tendremos, al menos, que aceptar que de aquí a unos años la disciplina presupuestaria estadounidense -de vital importancia para la economía mundial que tiene que cubrir ese hueco- se habrá vuelto mucho más difícil. Y esto, a nivel geoeconómico, es mala, muy mala noticia.

Por lo demás, hay que dejar algo muy claro. El descenso del dólar se debe a la recesión que todos los indicadores anuncian, a la reducción (ya difícilmente aplazable) de los tipos de interés por la Reserva Federal, y a la percepción por la comunidad financiera internacional de que la foreign liability position de Estados Unidos es simplemente insostenible a medio y largo plazo. Si algún efecto ha tenido la crisis del Golfo ha sido detener momentáneamente la caída del dólar y enmascarar la índole endógena del problema. Y esto, cabe repetir, es mala noticia.

es doctor en Filosofia y diplomado superior en Relaciones Internacionales.

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