Biografía casi piadosa de un libertino
Explorador, geógrafo, escritor, peregrino, consumado espadachín, sorprendente polígloto, militar, traductor, amante insaciable, eximio pornógrafo: la vida exagerada de sir Richard Burton parece haber sido cualquier cosa menos aburrida. Nacido en 1820 y muerto en 1890, Burton fue no sólo el primer occidental en visitar, disfrazado de árabe, La Meca, de la que no sólo ofreció una detallada descripción, sino que llegó incluso a medirla paso a paso. Destinado antes en la India, tuvo una más bien vergonzante retirada del ejército, al hacerse público su informe, con espeluznante lujo de detalles, sobre ciertos prostíbulos masculinos frecuentados por militares británicos en el subcontinente: a nadie debe extrañarle que sus contemporáneos le bautizasen entonces como Dirty Dick (Dick el Guarro).Ni que decir tiene que, como buen producto de su época, Burton sufrió las contradicciones de ser a un tiempo, un colonialista confeso y alguien a quien Inglaterra le repelía casi físicamente; de llevar a la práctica su insaciable afán de conocimiento y al mismo tiempo de sentar los lugares comunes que muchos de sus contemporáneos creyeron a pie juntillas sobre los lugares y los pueblos que visitó.
Las montañas de la Luna
Director: Bob Rafelson. Guión: William Harrelson y B. Rafelson, según las narraciones de sir Richard Burton y John Hanning Speke. Fotografía: Roger Deakins. Música: Michael Small. Canadá-EE UU, 1990. Intérpretes: Patric Bergin, Iain Glen, Richard Grant, Bernard Hill, Fiona Shaw, John Savident. Estreno en Madrid: Multicines Idea, Gran Vía, Paz, Colombia.
Su pasión por el mundo árabe no fue óbice para que renegara de África y de sus habitantes de raza negra, en quienes veía la encarnación de todos los defectos posibles.
Virtuosa mujer victoriana
Casado con una virtuosa mujer victoriana, Isabel Burton, se habría asombrado no poco si hubiese podido ver lo que la dama hizo a su muerte: quemar todos sus papeles inéditos y crear, a través de una hagiografía mentirosa, la beata y pulcra biografía que hiciera olvidar a sus contemporáneos su vida disoluta y desbocada. Un retrato no precisamente amable de tal señora se encuentra en un delicioso capítulo que Juan Goytisolo dedicó a nuestro hombre en sus Crónicas sarracinas.Ahora, cuando ya no se estilan las películas sobre exploradores del siglo XIX, Bob Rafelson intenta reverdecer los laureles de la biografía colonialista, y a decir verdad lo hace desde una discreta desmitificación, que no crítica abierta. Coge para ello como excusa uno de los capítulos importantes de la vida de Burton, su viaje en busca de las fuentes del Nilo y su rivalidad con un ex compañero, John H. Speke, con quien al parecer le unieron lazos más que amistosos, que el filme silencia piadosamente, o en todo caso deja en un turbio episodio de fiebres y semiinconsciencia. Su discurso, largo y primoroso en el detalle de enfermedades, contratiempos y exotismos según un esquema tan viejo como funcional, y que es la base misma de la construcción mitológica-, no oculta en cambio los prístinos intereses económicos que subyacían debajo del cacareado afán científico que motivó las exploraciones.
Logro parcial
En este sentido, Las montañas de la Luna se erige como un discurso parcialmente logrado, en el cual las zonas de sombra en la trayectoria del biografiado quedan en discreto segundo término -su odio irracional hacia los negros africanos, por ejemplo-, pero que al mismo tiempo es capaz de criticar la hipocresía victoriana e incluso se permite alguna lograda ironía: la secuencia en la cual el público, conmovido por el discurso de Speke, se lanza a cantar el himno británico... tras asistir a una representación teatral de los mejores momentos de la exploración al Nilo.La conquista científica convertida en diversión. O, en otras palabras, el antecedente inmediato de las exhibiciones circenses de Bufalo Bill: la historia convertida en espectáculo para clases ociosas.
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