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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La unión monetaria, más lejos

EL PROCESO de unión económica y monetaria de Europa, cuya primera fase se inició formalmente el pasado 1 de julio, es hoy objeto de revisión en aspectos fundamentales -vinculados a las dos fases subsiguientes-, tal como fueron concebidos por su progenitor, el presidente de la Comisión, Jacques Delors. En su planteamiento original, al término de esta primera fase las 12 monedas comunitarias estarían vinculadas a la disciplina de flotación conjunta del mecanismo de cambios del Sistema Monetario Europeo (SME), de la que hoy están ausentes la libra esterlina, la dracína griega y el escudo portugués. El Plan Delors propone el inicio de la segunda fase el 1 de enero de 1993, coincidiendo con el correspondiente al mercado único; su objetivo fundamental sería la constitución de un banco central o sistema de bancos centrales europeos, antes de dar paso a la tercera y definitiva fase, en la que los tipos de cambio de todas las monedas se mantendrían fijos, lo que es equivalente a la disposición de una única moneda en Europa.Desde su concepción, el buen fin de ese plan ha dependido tanto de la voluntad política de los países comunitarios para ceder las importantes cuotas de soberanía implícitas en el mismo como de la necesaria convergencia en el comportamiento de las distintas economías. Este último aspecto cobra en la actualidad una importancia tanto mayor cuanto más desigual resultará el impacto asociado al incremento en los precios del petróleo. Es en este contexto en el que hay que corisiderar el significativo cambio de actitud del Ejecutivo español, defensor de una mayor lentificación en dicho proceso integrador, expresado por el ministro de Economía, Carlos Solchaga, en la última reunión del Ecofin, celebrada en Roma.

El ardiente europeísmo del Gobierno de España, y en especial de su presidente, parece dar paso a una nueva aproximación al proceso de integración europea. El cambio, pese a su cautela, rectifica en parte los planteanúentos asuirnidos hasta ahora, dentro y fuera de nuestro país, respecto al proceso de unión económica y monetaria. Las modificaciones propuestas por Solchaga trascienden lo anecdótico: aplazamiento en un año del inicio de la segunda fase; asunción de la propuesta británica de adoritar el denominado ecu fuerte como moneda que, emitida por una institución independiente -el Fondo Monetario Europeo-, concurra con las 12 comunitarias, y, finalmente, dejar transcurrir un periodo no inferior a cinco o seis años entre la segunda y la tercera fase, lo quie emplazaría la definitiva unión económica y monetaria al año 2000.

No le faltan buenas razones al ministro de Economía cuando subraya la reducción de ambigüedad como principal activo de su propuesta, y con ella la posibilidad de aglutinar en el empeño integrador a países que se mantenían alejados del horizonte de la unión monetaria, como es el caso del Reino Unido. Esas mismas razones, sin embargo, no son hoy mucho más válidas formalmente que cuando se inició la primera fase del proceso, hace tres meses.

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Desde días antes del pasado 1 de julio, el Gobierno español conocía la propuesta británica a la que hoy presta su respaldo. Difícilmente puede explicarse esa lenta asimilación de las medidas del ministro de Hacienda del Reino Unido, John Major, si no es por la mediación de unas nuevas circunstancias económicas que distancian a la economía española de las llamadas a liderar ese plan. La economía británica, por su parte, tampoco reúne hoy las mejores condiciones para afrontar un proceso en el que la convergencia es más una precondición que un resultado de la integración; su tasa de inflación (10,6%), la más elevada desde 1982, y un cuadro de virtual recesión no constituyen la mejor de las credenciales para reivindicar una posición dominante en el proceso de integración.

Esta tardía afinidad en la concepción de la Europa económica y monetaria entre los Gobiernos español y británico no puede entenderse, por tanto, al margen del respiro que ambas economías precisan para asumir el ritmo de integración originalmente previsto. La posibilidad de que la República Federal de Alemania, Francia y los países del Benelux renueven sus planteamientos de imprimir dos velocidades en el proceso integrador con el resto de los países a la zaga ha debido contribuir al acuerdo de Solchaga con las propuestas de su homólogo británico. Todo ello, sin embargo, no deja de pertenecer al ámbito de las conjeturas, dada la ausencia de explicación pública al respecto, hoy tanto más necesaria cuanto más dominante ha sido la profesión de fe europeísta en la dialéctica del Gobierno español y más recurrible como justificación de las acciones de política económica. El oscurantismo sólo favorece a la interesada especulación.

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