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La intimidación

Antonio Elorza

Cuando uno trata de pasear por las calles de cualquier medina magrebí nunca faltan los espontáneos que se ofrecen como guías. Al rehusar amablemente tales servicios, el oferente cambia de expresión, estalla en insultos -el más imaginativo suele consistir en una hábil, mezcla de judío y jodío-, y la calificación que no falta es la de racista. La anécdota puede venir a cuento de la crisis actual, porque la barrera que con más frecuencia viene alzándose frente a cualquier consideración crítica respecto de la actuación iraquí es la del supuesto o real racismo eurocéntrico. Para Francesc Carreras, en estas mismas páginas, apostar por los intereses de los países industrializados es racista, y no faltan publicistas que evoquen el gusto ancestral de los españoles por la guerra contra el moro.Creo que es un recurso sofístico eficaz, pero que no lleva a ningún buen puerto en cuanto al análisis de los acontecimientos. Volviendo al ejemplo de los guías magrebíes, una cosa es conocer y lamentar el estado de niÍseria que genera un excedente de población desocupada, lo cual explica la presión sobre los turistas europeos, y otra bien distinta recrearse de modo masoquista con la agresividad y asumir como deber la atención a las demandas del individuo vociferante. Paralelamente, una cosa es reconocer, a la luz de la presente crisis, que las esperanzas de una dulce hegemonía del Norte sobre el Sur carecen de viabilidad, y que las contradicciones del orden capitalista siguen en pie a pesar del desplome comunista, y otra convertir al dictador iraquí en el portavoz de los condenados de la tierra. Ciertamente se argumenta mejor en blanco sobre negro, pero lo que la crisis presente invita es precisamente a escapar del maniqueísmo, a ponderar los elementos de juicio y a asumir con rigor las consecuencias de un análisis que puede apoyarse en un banco de datos nada desdeñable. Por eso mismo resulta difícil aceptar que Sadam Husein sea un muy hábil político que, desde su mundo cultural, defiende los intereses de su pueblo". Bien al contrario, existen sobra dos datos en su currículo, matanzas con armas químicas incluidas, como para calificarle de criminal de guerra, y basta pensar en la insensata aventura de la agresión lanzada contra Irán, con cientos de miles de muertos en su haber, para invalidar cual quier tipo de elogio. No es un antecedente secundario a la hora de valorar su actitud en la crisis actual. Quizá las condiciones de vida de la población iraquí serían hoy otras si, con el petróleo a 15 o a 30 dólares, los ingresos por su exportación le hubieran dedicado a la mejora de las condiciones de vida po pulares y no a una política cuyo expansionismo militarista nadie puede negar. De nuevo conviene olvidarse del esquema del western. La política agresiva de Israel no puede servir para justificar una alternativa aún más siniestra. La observación sería válida para todos aquellos Estados europeos que ahora están dispuestos a tomar las armas, literalmente, "por un puñado de dólares", y que anteriormente, y no sólo por frenar al fundamentalísmo shií, sanearon sus presupuestos con la venta masiva de instrumentos de guerra a quien ahora se dispone a emplearlas contra sus proveedores. Es éste un punto en que convendría revisar el balance de lo realizado por el Gobierno español.

Otro punto que conviene examinar es el papel histórico que en las dos últimas décadas va asumiendo el islam. La divisoria es, una vez más, pertinente. El racismo antiárabe constituye una amenaza efectiva que ha de ser combatido en cualquier tipo de brote que surja en el mundo europeo. Pero ello no debe impedirnos ver en el referente islámico, tal y como está siendo utilizado, de Pakistán o Irak a Argelia, un agente de cohesión arcaizante, de suma eficacia para aglutinar el descontento antioccidental y llevarlo hacia formas de organización, mentalidad y conflicto abiertamente retrógradas. Se trata, por una parte, de la única respuesta hoy viable a la dominación ejercida por el Norte, pero también de una respuesta desviada, donde el irracionalismo llega a convertirse en el componente esencial de la acción política. Sus éxitos en la movilización de masas no encuentran correlato en los terrenos de la organización democrática, la justicia social o el fin de las discriminaciones. En este sentido, resulta útil de nuevo ponderar los datos y las situaciones, midiendo la distancia entre los dos rais, el Nasser de los años cincuenta y el que ahora reivindica su papel y su nombre. La responsabilidad occidental en la génesis de semejante situación es clara, pero la mejor solución no parece consistir en dinamitar el edificio actual y en la apertura de un proceso donde tales fuerzas, legitimadas por un populismo reaccionario, impusiesen su ley al conjunto de la comunidad internacional.

No es éste un aspecto desdeñable de cuanto está ocurriendo, y la comparación con Hitler resulta del todo pertinente, en términos de análisis político por cuanto toca a la creación y gestión de la crisis. En la invasión/ supresión de Kuwait, Sadam Husein ha puesto eri práctica un logrado ejercicio de lógica de la intimidación. Primero, su actuación agresiva buscó la cobertura de una cortina de humo de negociaciones sin contenido, en estricto paralelismo con las que desarrollara en su día el Tercer Reich como antesala de sus invasiones. Del mismo modo, una vez conseguida la mejora de las propias posiciones mediante el uso de la fuerza, la situación alcanzada pasa a ser definida como un equilibrio natural y se trata de colocar en posición de agresor a quien trate de forzar la vuelta al punto de partida. La cobertura de la solución regional árabe, que todo el mundo sabe que no sería solución alguna, es ahora la nueva barrera de encubrimiento. El problema inicial queda borrado, ya se ha resuelto favorablemente (para el inversor, claro), y éste asume la careta del defensor de la paz y de lo razonable. Puede entonces irse formando, y de hecho vemos ya cómo se configura, un sector de opinión orientado a dar por natural el comportamiento del agresor y ver como ilegítima cualquier respuesa. Es un tipo de agresión-creadora-de-orden que ya fuera en los años treinta uno de los recutsos clave para la conquista de la hegemonía, primero dentro de la propia sociedad alemana, luego en Europa, hasta Múnich, por el nacionalsocialismo. Lo importante es golpear eficazmente, de modo que todos asuman la inexorabilidad de la acción y se encuentren en el incómodo dilema de elegir entre una oposición costosa e incómoda y una aceptación más o menos reves-, tida de condenas morales. Cada uno mira sus propios costes, y como resultado, la legalidad queda rota y la intimidación impone su propia ley. Dentro de esta lógica, la cuestión de los rehenes es la mejor ilustración del método y de su posible eficacia. Era todo un espectáculo ver en nuestra televisión oficial por unos días cómo se celebraba la situación diferencial de los residentes españoles respecto de ingleses y norteamericanos. Egoísmo explicable, aunque penoso. Pero nada mejor para justificar la necesidad de cortar la senda de intimidación abierta por Sadam Huseín. Algo que puede lograrse por medios no bélicos, siempre que el hábil político no prefiera ir al holocausto por conservar el espacio vital kuwaití.

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Antonio Elorza es catedrático de Historia del Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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