Reflexiones de un forofo en crisis
Mis amigos se resisten a creerme, pero cuando terminó el partido que consagró campeona del mundo a la selección de la República Federal de Alemania sentí un gran alivio: al menos esta derrota impedirá que surjan nuevos mitos y se alienten falsas ilusiones, me dije.Distinto hubiera sido si el equipo argentino hubiese merecido la victoria en el terreno de juego, porque al fin y al cabo eso era un partido de fútbol y debía ganar el mejor. Pero que el resultado haya premiado a los alemanes -algo infrecuente en este Mundial lleno de ganadores morales- nos quitó a algunos argentinos; un gran peso de encima. Antes del partido, como cualquier forofo, yo esperaba que el equipo nacional repitiera, corregida y aumentada, la buena actuación ante los italianos y aquella merecida victoria. Que Diego Maradona tuviera el premio a tanto empeño, a tanto genio y a tanto aguante ante las faltas del rival. Pero también, como enamorado del fútbol, sentía que ese equipo no merecía estar donde estaba. Que en realidad no se había ganado siquiera el derecho de pasar de la primera ronda. Que Bilardo, esa personificación de la mediocridad cargada de hipocresía y mala leche, le haría daño al fútbol del mundo entero por varios años más si, otra vez, conseguía imponer sus concepciones (es cierto que todos le han copiado; la prueba es el fútbol que se vio en Italia). En fin, que antes del partido este forofo argentino era un manojo de contradicciones.
Pero eso no es nada comparado con las que me asaltaban como mero ciudadano. Ocurre que estoy seguro de que, ante la negativa de algunos jugadores a participar en un gran desfile junto a los militares (el 9 de julio, al día siguiente de finalizado el torneo, se. conmemoró el Día de la independencia Argentina y los héroes de las Malvinas se presentaron en público por primera vez desde el fin de la dictadura), el Gobierno se las hubiera apañado para organizar otra mascarada patriótica si el equipo hubiese ganado el campeonato. En las sociedades de democracia estable y estómago relativamente satisfecho los políticos tienen que cuidarse de no abusar de los triunfos deportivos para mejorar su imagen, porque suele resultar un arma de doble filo. Pero en una sociedad como la argentina, abatida por todas las derrotas posibles, asaltada por todas las dudas imaginables y angustiada por el infierno cotidiano, una victoria, cualquiera que sea, representa la excusa para seguir creyendo que somos los mejores, sólo que el mundo no nos entiende.
Y a la hora de creer que somos los mejores, allí están los políticos para demostrar que el milagro ha ocurrido gracias a ellos. Todos los dictadores saben eso, y también lo saben los gobernantes democráticos de sociedades en crisis: cuando no existen ideas ni voluntad para plantearle a la gente las verdaderas soluciones, nada mejor que la apelación mágica, el circo, la euforia de un día.
Después de la enorme decepción del racionalismo alfonsinista, Carlos Menem ganó las elecciones machacando a los argentinos con una frase bíblica: "Levántate y anda". Pero luego la magia le hizo una jugarreta y la gente comenzó a achacarle un poder de presidente gafe verdaderamente sobrehumano. Tanto, que se vio obligado a no asistir a la final de Roma; a invitar al lesionado Neri Pumpido y a un héroe de 1986, Jorge Luis Brown, a presenciar junto a él los partidos en la casa de Gobierno; a vestir el mismo traje, sentarse en el mismo sitio y hasta rodearse de las mismas personas, para conjurar maleficios. Todo, naturalmente, con las cámaras de televisión en directo y con la asistencia de periodistas capaces de interrumpir el telediario para abrazarse y gritar ¡Argentina, Argentina!, como cualquier forofo.
No, decididamente creo que no hubiera sido bueno para la sociedad argentina que esta selección, la más mediocre futbolísticamente hablando de un campeonato mediocre, la peor que nunca haya presentado Argentina a tan alto nivel -con la sola excepción del excepcional Maradona- ganara este campeonato. Ya es bastante injusto que sea subcampeona, si uno piensa en Camerún, en Brasil o en la URSS, para citar sólo a los que Bilardo, ese ladrón de resultados, ha dejado atrás.
En Argentina, igual que en muchos países de América Latina y más que en cualquier país del mundo, el fútbol es un negocio de maflosos, políticos y militares retirados. Todo el mundo sabe que los barras bravas (nuestros hooligans) están financiados por los dirigentes de clubes -no precisamente los más pequeños-, que son a su vez caudillos barriales y puntos (acólitos, delegados) de algún político. Que los dirigentes de la Asociación del Fútbol Argentino son, con alguna excepción, los mismos que organizaron el siniestro Mundial de 1978, aquella vitrina que la dictadura de Jorge Videla montó para mostrar al mundo que los argentinos somos "derechos y humanos".
Recuerdo que en aquella ocasión mis contradicciones eran parecidas. Vivía exiliado en Francia, y el día de la final ante los holandeses estaba desgarrado. Aquel equipo era bueno y lo dirigía César Menotti, un enamorado del fútbol elegante y de ataque. El pueblo argentino ansiaba esa victoria. Pero estaba la campaña evidente de la dictadura, que capitalizaba el Mundial. Todas mis dudas se resolvieron cuando la televisión mostró a Jorge Videla, satisfecho, sentado en la tribuna de honor. No tengo empacho en decirlo: quise con todas mis fuerzas que ganaran los holandeses, ese equipo que había saludado a las Madres de la Plaza de Mayo y que se negó luego a recibir los honores de subcampeón de manos de los dictadores.
A muchos argentinos, la mayoría, no les pareció así entonces, y mucho menos va a parecerles ahora, cuando las cosas, es verdad, son tan diferentes. Pero yo sigo convencido de que no es bueno el argumento de que "alguna satisfacción" tiene que tener ese pueblo en medio de tanta penuria. En una crisis como la que atraviesa mi país, las verdaderas gratificaciones deben ser concretas (no simbólicas, como un partido de fútbol) y provenir de la lucidez, del talento, del esfuerzo y de un trabajo honrado. A los argentinos más les vale asumir la global¡dad de su crisis y comprender que el fútbol, como tantas cosas, es mediocre, mezquino y especulador porque forma parte de ella. Que, como opinaba Rubén Darío, "siempre es preferible la neurosis a la estupidez", porque de lo primero o se sale o se aprende a convivir, pero de lo otro, como del ridículo, no hay retorno. es ensayista y periodista argentino.
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