Aquí no hay playa
LA COMUNIDAD Europea ha echado un vistazo a las playas españolas indagando el espectro de materiales nocivos que cobijan. En su encuesta, sobre polución microbiológica, estreptococos fecales, aceites minera les, sustancias coliformes y otras hierbas ha llegado a la conclusión de que el 19% de las playas tiene sus aguas contaminadas, según un estudio referido a 1988. Los datos comunitarios son más crueles con los parajes costeros españoles que los facilitados por la Administración central y por las autónomas, porque no todas recogen los parámetros que utiliza la CE para su medición y es presumible que algunas busquen los datos menos malos para que la estadística no perjudique el comercio turístico. Si este desastre no se corrige, aquella popular canción Aquí no hay playa será verdad en Madrid, pero también en Marbella o Zumaia.No es muy agradable para la industria del sector que el buque insignia de su oferta, el litoral, presente estas mermas de calidad para el consumidor. Es una pesada herencia de cómo se planteó la explotación de esta riqueza sin calcular su deterioro. Y esta responsabilidad debe compartirse entre las administraciones y la propia industria. Cuando empezó el negocio del turismo de masas sólo se procuró una cosa: darle albergue en hoteles y apartamentos. Y el crecimiento repentino de tantos pueblecitos pesqueros se produjo sin una intervención suficiente en el terreno de los suministros -en muchos lugares, de los grifos sólo mana agua salina- y de la red que debe administrar los residuos, de estas urbes estivales. La CE amplía su informe también a los ríos, lo que, de paso, cuestiona un potencial turismo verde.
España se ha beneficiado durante muchos años de la singularidad de su oferta veraniega, y este cómodo monopolio del sol permitió a muchos descuidar al cliente, que ahora tiene más donde escoger fuera de las fronteras españolas. Las tradicionales cuentas sobre los millones de turistas empiezan a ser menos triunfales que antaño en número y dinero gastado.
El caso del turismo permite una reflexión más general sobre el dramático descuido de la política de medio ambiente en España. Si un sector que vende precisamente eso, clima y aguas sanas, no ha estado atento a este grandioso detalle, menos razones habrá tenido la industria ajena a este mercado para mimar las consecuencias ecológicas de su producción. La Administración ha tolerado que muchas fábricas escupan la basura de su proceso industrial sin penalización ninguna, trasladando al ciudadano el coste de limpiar el país, en los casos que se ha hecho o, lo que es peor, de convivir con estos perniciosos residuos que contaminan la agricultura, destrozan la pesca y envenenan el aire.
La incipiente jurisprudencia sobre el delito ecológico permite albergar alguna leve esperanza en el terreno de la persecución penal, pero el castigo no es el único remedio ni puede evitar a las administraciones una actuación preventiva y represora más contundente para que nadie pueda ahorrarse, en el caso de una inversión contaminante, los gastos suficientes para controlar esta degradación ambiental que produce. Claro que la Administración tendrá poca autoridad moral para ello si proliferan casos como el de Minas de Almadén, empresa pública que consiguió determinadas ventas al extranjero a cambio de almacenar los desperdicios ajenos, 8.000 toneladas de residuos tóxicos de mercurio, sin disponer de los silos para ello. Para Almadén, esta bravuconada puede tener un precio social incalculable.
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