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La otra verdad de la otra Europa

Manuel Rivas

En una magnífica videocreación titulada Los castillos de Drácula, premiada en Montreal, dos actores que encarnan a Nicolae y Elena Ceausescu juegan una imaginaria partida de baraja. El matrimonio ríe a carcajadas cada vez que descubren el envés de una carta. Sus triunfos tienen los rostros verídicos de Nixon, Giscard d'Estaing o la reina de Inglaterra. Por si hubiese alguna duda, el archivo documental muestra a estos y otros mandatarios occidentales abrazando jovialmente al sátrapa y brindando por su salud.Efectivamente, hasta que llegaron las trágicas señales de humo de Timisoara, todo el mundo vaticinaba larga vida al régimen de Ceausescu. En vísperas de la revolución de diciembre, pocos días antes de que el pueblo rumano demostrase que siempre existe la opción de elegir entre morir o ser libres, pude ver un debate en TVE en el que un grupo de expertos auguraba, unánimemente, que el viento democratizador tardaría años, quizás muchos, en agitar las ramas de Bucarest.

La historia real golpeó corno un flash en el rostro de los historiadores y profetas. Ahora, casi unánimemente, se cuestiona la voluntad democratizadora de los nuevos mandatarios rumanos y se les regatea un duro de la menor confianza, como si ellos, pobres y latinos por más señas, sólo ofreciesen un burro desdentado en la gran feria internacional. Tan exigentes prestamistas, muchos de los cuales recibían, visitaban y abrazaban sin pudor a Ceausescu, marcan distancias con el apestado Iliescu, un brillante profesional, ex comunista relegado por el dictador a un desván burocrático por no someterse -años ha, y en el interior del país- a sus desvaríos.

¿Y qué ha pasado para que la transición rumana suscite tanta sospecha? Los recelos vienen de antes, desde que se constituyó el Frente de Salvación Nacional, pero vayamos a los últimos sucesos.

Diez días antes de las elecciones de mayo, un numeroso grupo de manifestantes, apoyados sobre todo por el histórico y derechista Partido Nacional Campesino, ocupa la céntrica plaza de la Universidad de Bucarest y varios edificios colindantes. Exigen que los ex afiliados al PCR -fuese cual fuese el número, fuese cual fuese su actitud pasada y su voluntad futura- no puedan ejercer un cargo electo durante varias legislaturas. Una parte de los manifestantes se declara en huelga de hambre, se corta el tráfico permanentemente y los contestatarios se instalan en tiendas de campaña. Durante semanas, y sucesivamente, enviados del Gobierno, incluido el ministro de Justicia, son zarandeados y expulsados de la zona liberada. Finalmente, por un mandato judicial, la policía desaloja a los ocupantes, pero las fuerzas del orden son desbordadas más tarde. Grupos de manifestantes invaden y queman un edificio del Ministerio del Interior e irrumpen en la Televisión rumana. Aunque son conocidos los hechos posteriores, con la brutal actuación de la turba minera, no fue suficientemente difundida esta secuencia previa, fundamental para una visión objetiva de los hechos.

Se dice que Iliescu y restos de la antigua policía política, o Securitate, agazapados todavía en el aparato estatal, estaban en el ajo de principio a fin. Pero esa suposición nos llevaría a una lógica absurda y a la conclusión, posible pero improbable, de que Iliescu es tonto de remate. ¿Para qué meterse en semejante fregado en una situación tan frágil y justo días antes de tomar posesión? Uno de los problemas de los nuevos mandatarios rumanos es precisamente la carencia de un instrumento policial sometido a la ley democrática. La policía, sea cual sea, está deslegitimada en Rumania, sus esfuerzos para hacerse odiar han sido por fin correspondidos y ahora, en justa venganza, los policías son los principales protagonistas de los chistes populares. "¿Sabes por qué los policías van de tres en tres? Pues porque uno sabe leer, otro escribir y el tercero tiene por misión vigilar a esos dos intelectuales". Pero la carencia de una policía democrática pertrechada de medios no letales convierte cualquier suceso conflictivo en una antepuerta del cementerio. Estuve en marzo en Tigur-Mures, en los días críticos de los enfrentamientos entre magiares y rumanos, y debo confesar que tanto miedo suscitaban los dos bandos, con barras de hierro camufladas, como los rostros asustados de los jóvenes militares enviados para pacificar la zona. Vestidos como soldados de la Primera Guerra Mundial, sus únicos instrumentos de disuasión eran el fusil ametrallador y los propios tanques. Cualquier chispa podría provocar una matanza.

No es misión del cronista justificar las burradas de un mandatario, por más que crea en su buena fe. Iliescu debe apechugar con sus errores. No obstante, sería deseable que cancilleres y expertos del llamado Occidente practicasen de cuando en cuando la ucronía. Supongamos, por ejemplo, que esos manifestantes no ocupan la céntrica plaza de Bucares sino la Puerta del Sol madrileña y que estamos en 1977, cuando se inicia la transición democrática. Supongamos que entre sus exigencias está la de que cualquier persona vinculada al franquismo no podrá formar parte de candidaturas electorales. Supongamos que instalan tiendas de campaña en medio de la plaza y que se niegan a ser desalojados. Sigamos suponiendo... Lo más seguro, si hubiese quedado algo sano, es que a estas alturas los manifestantes todavía estuviesen corriendo por las cumbres pirenáicas.

A uno de los ministros de Iliescu, el de Cultura, un joven filósofo admirador de Ortega y Gasset, Andrei Plesu, perseguido y desterrado en tiempo del conducator, se le reprochó por parte de un semanario francés que mantuviese como subordinado en el ministerio a uno de los personajes que más se habían encarnizado con él. El perdón de Plesu no es visto en Occidente, como habría de esperar, como el gesto magnánimo de un hombre justo, sino corno un síntoma más de continuismo. Curioso continuismo éste, en el que los ministros del dictador comparecen en juicio público en televisión, con traje de presidiario y con la cabeza pelada como una calabaza.

Ceausescu era una maldición para su pueblo. Para Occidente, llegó a ser un simpático diablo cojuelo, sobre todo cuando incomodaba al verdadero Satanás, que, como es de común conocimiento, residía en el Kremlin. Pero en Rumania -¿será ése su pecado?- hubo ciertamente una revolución. Su objetivo final es la democracia. Pero una extraña línea divisoria parece cernirse sobre los países del Este europeo. Kissinger habla de un trato preferente con Checoslovaquia, Polonia y Hungría. "Rumania y Bulgaria pertenecen a otro mundo. Las dos naciones balcánicas están políticamente lamínadas, reducidas a cenizas, y pasarán décadas antes de que se forme una mínima capa de suelo vegetal". (Editorial de Abc del 19 de junio de 1990). Desaparecido Satanás, ¿por qué este empeño en hacer creer que Rumania está fatalmente destinada a ser gobernada por un diablo cojuelo?

Manuel Rivas es escritor y periodista.

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