Drácula
Nada era tan espeluznante como ver a aquel hombre maduro en su descapotable rojo buscando de noche un cuello de mujer por toda la ciudad. No llevaba la capa de murciélago ni brillaban sus colmillos a la luz de la Luna. Se llamaba Drácula, en efecto, pero lucía un bronceado de lámpara, una calva peinada, un Rolex de oro, una camisa de seda muy pegada. Era la primera noche del verano, y el conde se había echado a la calle ansioso de encontrar una tierna yugular en cualquier antro de moda, y aunque a bordo del descapotable rojo se creía irresistible, no podía evitar las miradas de lástima cuando pasaba junto a las terrazas donde tantos jóvenes esplendorosos bebían. A esa hora trepidaba el asfalto alrededor de los abrevaderos, y en cada uno de ellos se celebraba el solsticio con el mismo ritual: todo el mundo buscaba un trébol de cuatro hojas en el sexo del contrario o, en su defecto, buceaba con delirio hasta el fondo de un licor para olvidarlo, y esa brega desesperada creaba en los recintos de la noche una hoguera y en ella ardía sin consumirse la belleza de la carne. Por los sótanos y terrazas de la cludad Drácula se paseaba lentamente en la noche de san Juan. Parecía uno de esos tipos maduros que trata de recuperar la juventud perdida flagelándose con dietas, b ronceados de lámpara y ropa siempre de una talla inferior. Pero este hombre no era un galán próximo ya al desguace, sino el conde Drácula en persona, aunque un poco desvencijado, el cual iba también detrás del amor, siguiendo la costumbre del solsticio. En ese momento se hallaba acodado en la barra del Cock, y junto a él había muchos cuellos femeninos con la yugular palpitando, y el conde los miraba con ansiedad. Entre todos, eligió uno. La muchacha bajó al lavabo y él la siguió. Al instante se oyó el alarido. Cuando los clientes acudieron en su ayuda, Drácula ya se había esfumado, pero en el cuello de la chica con sus colmillos había dejado una mancha de sangre en forma de trébol de cuatro hojas. Algunos dijeron que era el trébol de la suerte.
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