La necesidad de un paradigma solidario
Como dijo recientemente el premio Nobel P. A. Samuelson, la inesperada pero no por ello menos inevitable crisis de los países del este de Europa obliga también a Occidente a reflexionar sobre el futuro de nuestros sistemas económicos y sociales.Aquellos países tienen ante sí el reto de reconstruir unas economías demolidas por la burocratización y la ineficiencia, y Podemos esperar que la libertad que comienzan a recobrar permitirá el suficiente debate ciudad no que haga posible la adopción de decisiones colectivas por la senda del progreso social y el bienestar. Y aunque el camino, tal y como está empezando a suceder en Polonia, no quedará exento de problemas y alternativas dramáticas (la reconversión del tejido industrial de la RDA parece que implicará dos millones de desempleados, y diez la reforma económica de la Unión Soviética), es deseable pensar que alcanzarán un estado de cosas que permita combinar la necesaria incentivación de los mecanismos de eficiencia en la asignación con el establecimiento de un sistema de protección y bienestar social que se corresponda con las demandas del mundo moderno.
Pero los árboles de la ineficiencia ajena no deben impedirnos ver el bosque de los problemas que acosan a nuestras sociedades occidentales. Es más, el giro inesperado de aquellos países debería provocar no sólo la esperanza en un mundo mejor y más libre allende el muro ahora derribado, sino también en que nuestras economías harán igualmente frente a otra trágicas expresiones de ineficiencia y malestar colectivo.
Situaciones de pobreza
No deberíamos olvidar, como hace lamentablemente la economía más convencional, que los desequilibrios económicos se traducen no sólo en modelos o ecuaciones sofisticadas cuya solución no demanda más que buenas dosis de imaginación matemática. Por lo general, llevan consigo situaciones deplorables de marginación, de pobreza y de malestar social.
La crisis del que llamamos Estado del bienestar no es sólo un momento más en los libros de historia económica, sino que se corresponde con la aparición de bolsas de pobreza de magnitudes desconocidas en los últimos decenios, lleva consigo la. desprotección de millones de ciudadanos y la reaparición de estigmas sociales que hace unos años reputábamos desaparecidos: en algunos barrios de Nueva York, por ejemplo, la mortalidad infantil es mayor que en países africanos como Senegal, y en nuestra Europa comunitaria nos acercamos ya a los cincuenta millones de pobres (es decir, de ciudadanos que no disponen absolutamente de nada: los desposeídos, como los llama Arrambide en el título de un libro que todos deberíamos leer).
Las economías del Tercer Mundo se hallan sumergidas en una crisis financiera de solución inaceptable para los países acreedores y de consecuencias insalvables para los deudores; los mercados de materias primas ven cómo se hunden los precios, mientras que los países en desarrollo (¿por qué no decir de una vez en subdesarrollo?) no encuentran formas de escapar al diseño de las pautas de producción y consumo impuestas por las grandes potencias.
Las economías de los países más desarrollados mantienen un aceptable nivel de crecimiento en los últimos años, pero no debe olvidarse que éste se sustenta en buena medida en el hiperdesarrollo de actividades improductivas, en la hipertrofia de la circulación financiera a que dan lugar los movimientos especulativos de todo tipo que no crean riqueza (se calcula que menos de un 5% del total de transacciones en los mercados internacionales corresponden a intercambios de bienes o servicios) y en estrategias de producción que, lejos de buscar la satisfacción de las necesidades por medio del intercambio, se orientan a garantizarse las mayores cuotas de mercado (lo que a la postre implica mayor coste y precio más elevado).
Y junto al incremento de situaciones de malestar se multiplican, por otra parte, tal y como señala el propio Paul Samuelson, espectaculares manifestaciones de opulencia, gigantescos festines de consumo trivial y esplendorosas muestras de poderío que sólo pueden disfrutar las burocracias (que también existen en nuestro mundo) y colectivos so ciales que en número sólo son su ficientes para llenar las páginas de las revistas del corazón. Por que, a pesar de la imagen (el "carnaval de las imágenes" lo han llamado Michéle y Armand Mattelart) que suele proyectarse por los medios de comunicación en series, películas y revistas de moda, la mayoría real de la sociedad no disfruta verdaderamente ni de una ínfima parte de estos festivales del consumo y exalta ción del dinero. La verdad es que la sociedad sólo puede ver de le jos y de puntillas los oropeles de lá opulencia, y no debemos olvidar que, como dice un viejo pro verbio chino, quien se pone de puntillas no puede permanecer derecho.
Principios de siglo
Ante estas situaciones, la ciencia económica más convencional, aquella que cuenta con el beneplácito del status quo, que dispone de poderosos medios de divulgación y con el consenso de quienes luego hacen la política económica, no parece haber tenido más respuesta que sacar, de los cajones de la historia el viejo ordoliberalismo de principios de siglo -aunque quizá desposeyéndolo de la tolerancia que le era propia-, reducir una vez más el universo del homo oeconomicus al ámbito de la individualidad y replantear de nuevo las hipótesis de un comportamiento que se presume racional, cuando se afana exclusivamente en la búsqueda del beneficio.
El discurso económico al uso no discurre por el farragoso camino de la desigualdad que crece en nuestras sociedades, ni tan siquiera se detiene en plantear los problemas que se derivan de un reparto injusto de la riqueza ni de las consecuencias de un sistema productivo de despilfarro, en donde los recursos humanos se someten disciplinadamente a las exigencias de rentabilidad y en donde las demandas sociales se sustituyen por las estrategias de penetración de los capitales. Más bien rehúye estas problemáticas en aras a formalizar supuestos de comportamiento que la realidad desconoce e hipótesis de desenvolvimiento de las cuestiones económicas que el más elemental sentido común de las cosas sociales rechaza por irreales.
El discurso económico se halla más dispuesto a pontificar sobre los mercados que se describen teóricamente sobre supuestos irrealizables que a poner en evidencia los defectos y los fallos que éstos presentan, de modo que sea posible encontrar un sistema más eficiente y libre para la realización de los intercambios.
Se insiste en teorizar sobre el comportamiento racional de los sujetos económicos, considerando que éste es posible sólo si se encuentra ligado a las condiciones de la libre competencia, condiciones de imposible cumplimiento en la realidad económica de nuestros días. Sin preocuparse, por tanto, de descubrir o diseñar estrategias de comportamiento que eviten las secuelas de intercambio desigual y que procuren, en la cooperación una nueva y más humana dimensión de la razón económica.
Se estigmatizan la actividad pública y el diseño colectivo de funciones de bienestar que fácilitan los Estados democráticos aun a pesar de las insuficiencias que se derivan de cualquier juego de toma de decisiones en democracia representativa- y se proclama la supremacía del valor de la desigualdad frente al de la protección colectiva, sin que encuentre sitio en las teorías el problema de la marginación y la pobreza.
Imbuido por la lógica perversa de la competencia individualista, el discurso económico soslaya cualquier planteamiento cooperativo, reputa irracional todo comportamiento que no lleve al provecho material, reniega del ser colectivo que sufre la voracidad de un sistema de intercambios basado en el acceso desigual y diluye el valor de lo solidario en una ceremonia permanente de sacralización del enriquecimiento egoísta.
Sin embargo, el progreso económico requiere hoy día hacer frente al desarrollo colectivo y comunitario, mirar a los ojos de la desigualdad y hacer partícipes de la mayor o menor riqueza disponible también a los que nada tienen, cada vez más numerosos.
Patrimonio de todos
Para ello será preciso que el mundo quiera que sus recursos no sean patrimonio sino de todos, y ello obligará a establecer un sistema de satisfacción de nuestras necesidades sobre la base de la cooperación y de la igualdad, y será necesario, por tanto, que los economistas discurran fórmulas de intercambio y sistemas de decisión que faciliten el encuentro entre los hombres más que la competencia entre ellos y en condiciones desiguales.
Combinar las libertades públicas reales, la protección social y la eficiencia económica no es un reto baladí para la humanidad, como no lo es tampoco desarrollar un necesario paradigma económico, que deberá basarse en la solidaridad y en la cooperación, como únicas formas de superar la desigualdad para alcanzar el bienestar social.
Son retos tan poco en boga que seguramente merezcan el descrédito y el desprecio de quienes siempre repudiaron la utopía. Pero a los utópicos nos queda la posibilidad de pensar, como Anatole France, que "la utopía es el principio de todo progreso y el diseño de un porvenir mejor".
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