El paseo

"Es posible que el paseo sea la forma más pobre de viaje, el más modesto de los viajes. Y sin embargo, es uno de los que más decididamente implica las potencias de la atención y la memoria, así como las ensoñaciones de la imaginación... Pasado, presente y futuro entremezclan siempre sus presencias en la experiencia del presente que acompaña al Paseante y le constituye en cuanto tal". Lo dicho por el profesor Morey en la revista Creación, introduce perfectamente la acción que se desea describir.Cuando el maestro inició el paseíllo se notaba en el ambiente que no estaba la tarde para genialidades. Sin dato alguno, simplemente intuición basada en la destemplanza climatológica. Torero, siempre torero, el maestro iniciaba al mismo tiempo su personal viaje, unos pasos en los que se sabía el centro de las miradas y en los que se agolpaban recuerdos y sensaciones. La plaza, a reventar.
Días atrás, alguien con talento había arremetido desde la prensa contra la fiesta de los toros. Un porcentaje elevado de los presentes lo habría leido con atención y respeto, al fin y al cabo en los tendidos de sombra hay bastante ilustración y el talento se reconoce en los escasos sitios en los que se encuentra, aunque sea en una trinchera reivindicativa.
El maestro debió de ser advertido del inteligente ataque por alguien de su segundo mundo, el de la intelectualidad irredenta con visa-oro. En esos metros se debieron de entremezclar no sólo el presente y el pasado, también los errores y virtudes de su quehacer profesional, del contradictorio destino que le había tocado en suerte.
Algo tuvo que romperse en el interior de su cerebro cuando optó por la más extrema y radical de las actitudes, aquella que niega todo. El torero alcanzó un punto del ruedo, al lado del tendido del 6, y se negó a moverse más, a viajar siquiera sea el espacio temporal que permite un recuerdo fugaz. Y aquí comienza la complejidad. Los largos minutos, cerca de 25, que empeñó en el viaje más crucial de todos, aquel que sin moverse tiene como objetivo el conocimiento propio, el maestro demostró cómo pasado, presente y futuro alcanzaban su fusión estelar en medio de una bronca compartida, todo hay que decirlo, con el presidente de la corrida -probablemente mucho más dispuesto que el maestro a iniciar un viaje físico, aún a sabiendas de la disminución de la intensidad de los ejercicios espirituales pero, a cambio, mucho más placentero para el sosiego corporal.
La agresividad fue disminuyendo paulatinamente. Abroncar mucho y durante mucho tiempo llega a ser inútil y cansado. Lo cierto es que se impuso la aceptación colectiva de la impotencia para modificar el rumbo de la faena, que desde el primer momento pareció derivar hacia un ritual autodestructivo y no el de la artística destrucción, pues sólo el toro -y en otras cireunstaricias, un banderillero- corrió un serio e infrecuente peligro de muerte con los mantazos que entorbellinadamente le daban los peones.
Convencidos peones, público, presidencia y maestro (por éste orden de riesgo) de la imposibilidad de matar a un toro a capotazos en sólo 25 minutos, decidieron devolverlo al corral y dar, para ello, rienda suelta a los cabestros. "Esta plaza de lo que de verdad entiende es de cabestros", apostilló un abonado de altura.
Fue un instante, ni siquiera un paso en ese viaje interior tan recurrido, pero algo brilló en el ambiente en el momento en que toro, cabestros y maestro coincidían en el ángulo visual de los espectadores. Algo imprevisto e hipnótico en su brevedad. Comprendimos de pronto que el torero, asumiendo como propias las reivindicaciones de los movimientos cívicos más actuales, decidió convertirse temporalmente en el adalid jerezano de la defensa de los derechos de los animales.
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