Con la moral por los suelos
Nada me hará volver a decir que confieso, avergonzado, mi amor por los toros aún a sabiendas de que son una salvajada que nos excluye del mundo civilizado. Ya nunca repetiré el argumento de que el boxeo y la caza del zorro son peores que la fiesta nacional, ni que la profunda cultura secular de España no atiende a razones. No diré ya más que las cosas son como son, sobre todo porque hay amores que se nos ponen difíciles: la corrida no es lo que era, los toros vienen flojos de remos y gordos de ijares, los toreros no saben qué hacer con ellos y el respetable, en el mejor de los casos, no se entera de lo que aplaude o, en el peor, sólo viene a protestar y a hacerle la vida imposible a bicho, maestro, presidencia y ministro que haya tenido la mala fortuna de sentarse en el burladero. En el caso intermedio, habiendo trabajado el día entero, viene a disfrutar con lo que le echen.Me limitaré a aparcar el coche lo más cerca que pueda de Las Ventas y, en silencio, andaré los metros que me separan de la puerta grande -por la que, para mayor inri, cada vez salen menos toreros a hombros-. A medida que me vaya acercando a la entrada, me irá acosando la corte de los milagros: un joven con pinta de novillero hambriento que querría venderme un par de banderillas envueltas en celofán; un mendigo que me afea la conducta con ojos tiernos; una mujerona gorda que, primero, piensa ofrecerme una casete con sevillanas del Rocío y luego, comprendiendo que no doy el tipo, se aleja con indiferencia; el vendedor de pipas, el de los bocadillos de chorizo y un reventa que, viéndome la pinta, baja la voz y dice: "Para esta tarde", mirada al bies por si viene un madero, "sombra, hay barreras, tendido bajo, que ya no quedan". Revolotearán frente al portalón tipos con el moreno del campo y los surcos en la cara, un banquero con el clavel reventón, el terno de gabardina y la camisa azul de algodón egipcio -corbata de Hermés-, dos americanos en chanclas que creen acudir a los sanfermines y una ristra de japoneses con máquina al cuello; un hombre mayor, de los de sombrero a la antigua usanza, encenderá el farias y toserá profundamente.
En el patio de caballos hay mucho jaleo y bastante morbo. Fotógrafos de prensa están a la que salta por si esta tarde viniera algún señorito famoso acompañado, el muy sinvergüenza, por una peliculera o una señora de las que se divorcian porque están hartas del marido que es un fresco. Circulan matronas enjoyetadas, muy apretadas en sus trajes sastre color ladrillo, llevando del brazo al esposo con el whisky puesto, antes de encaramarse al tendido alto.
En las galerías, la gente se arremolina ante los bares, agita el periódico, bebe coñac y hace oídos sordos al chaval que grita "¡pograma! ¡El pograma de hoy!". Este año, en los puestos en los que se alquilan, las almohadillas vienen muy ordenadas en jaulas metálicas para que no se caigan; el almohadillero, sin embargo, les sigue dando el frotón final con un viejo trapo, en señal de mimo al cliente.
"Buenas tardes, don Manuel" le dicen al de al lado, dignísimo padre de familia que este año, además de a la señora, se trae a dos de sus niñas. Son un par de bombones que dan susto, pizpiretas y bien pintadas ("venga niña, que a los toros no se puede ir con vaqueros"). Caen sentadas al lado de dos torerillos y un maestro de 20 años, estrechos de cadera, la camisa abierta, la barba de dos días para que se note mejor. Los tres se dan aires y van haciendo en voz alta comentarios sobre cómo era el último toro que lidiaron el domingo. Las niñas abren ojos como platos y se sonrojan. Al final, hablarán con los chicos y quedarán felices. Hoy, con mucha suerte, se me sentará al lado una joven actriz y la miraré de reojo poniendo la misma cara de indiferencia que los torerillos. Abajo, tres cámaras de televisión, para hacer tiempo, enfocan al ministro que, en el burladero, se fuma un puro. "Ministro, que hay que pagar la entrada", le gritan desde la andanada del 7. En barrera hay un secuestrado recién libertado, una marquesa que siempre sale en las revistas del corazón, un diplomático extranjero con ilusiones de casticismo, un cura secularizado, el frutero de mi calle y un viejo torero retirado. Gente así.
El presidente se dispone a sacar el pañuelo para que empiece su sufrimiento. Todo bulle. Hay ruido, gestos de amistad, aspavientos de unos y otros que se empeñan en que les reconozcan sus parientes desde el otro lado de la plaza.
A lo mejor viene el Rey. Son las siete de la tarde. El espectáculo no será el mismo y hasta puede que nos aburramos, pero estar, estamos los de siempre.
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