Reivindicación de un antitaurino madrileño
Ahora que estamos en plena feria y, por tanto, en plena vorágine taurina, se han de levantar, sin duda, las cíclicas voces de las huestes antitaurinas clamando, una vez más, por la abolición de la fiesta.Por eso, y sin querer entrar en un debate que, desde mi punto de vista, se ha esterilizado hace ya bastante tiempo, fundamentalmente por falta de nuevas argumentaciones y, que lo único que produce son absurdos diálogos de sordos con afanes proselitistas y sin salida dialéctica válida, y teniendo en cuenta además que la altura cultural, intelectual y artística de los discursos no puede decirse que sea ni cuando menos medíana, creo que no está demás hacer un canto de añoranza a aquel buen antitaurino madrileño que fue don Eugenio Noel Muñoz.
Desde la perspectiva del aficionado y amante de la fiesta, apasionado pero no sectario, son perfectamente asumibles y dignas de reivindicación, figuras como las de Noel y como las de tantos otros eximios antitaurinos que en su día dieron lustre y esplendor a un debate que entonces podía tener sentido y hermosura y que hasta nuestros días se ha venido degradando de forma imparable. Y es que, frente a pretendidos ecologistas irredentos que no son capaces de ver más allá de los cuernos -los cuernos del toro, por supuesto-, frente a modernos europeístas descafeinados y ligeros y frente a exabruptos mal expresados y carentes de gracia, hay que echar de menos, necesariamente, al proteico y jupiterino Noel. Madrileño, según sus propias palabras, por nacimiento y vocación, hijo de un barbero del barrio de Maravillas y educado para cura en el seminario de San Dámaso bajo los auspicios de una duquesa.
Noel fue heredero de aquellos honestos regeneracionistas que padecieron el desastre nacional de finales del XIX para los que la verdadera fuente de preocupación al clamar contra la fiesta era el progreso y el bienestar del pueblo español. Y basaba la enorme fuerza de sus denuncias en una desmesura estilística vital, celtibérica y racial, unida a un enorme conocimiento del fenómeno analizado, que las hace hermosas y atractivas incluso para aquellos que nos sentimos confrontados con sus posiciones.
Porque lo peor que tiene el discurso antitaurino actual, con ser ya mala su falta de afición, es, si exceptuamos esas deliciosas morcillas sanguinolentas con que nos obsequia Manuel Vicent y que son los únicos vergeles que podemos encontrar en el páramo de imaginación que forman esos aguerridos colectivos, la espantosa pobreza intelectual y literaría de que suele hacer gala. Aunque, desgraciadamente, lo peor de todo es que tampoco somos capaces de encontrar demasiado orégano por este lado del monte.
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