La vuelta de los nacionalismos europeos
El fin de la II Guerra Mundial supuso una seria crisis de los nacionalismos estatales, con asiento en naciones de carácter político. El nacionalismo ultraconservador de Alemania, Italia y la Francia colaboracionista tuvo su réplica en el despliegue de un nacionalismo estatal de signo democrático (Reino Unido, EE UU, la Francia resistente) o dictatorial-comunista (la URSS). Pero en la medida que habían sido los Gobiernos fascistas y filofascistas los que habían llevado más lejos el discurso de la exaltación nacional, el mundo de la posguerra explicitaría su cansancio hacia una compleja ideología política que llevaba un siglo demostrando su potencialidad destructiva.La crisis de este tipo de nacionalismo no supuso la liquidación de un buen número de problemas nacionales que habían quedado sepultados, mejor que resueltos, desde el fin de la I Guerra Mundial. El efecto combinado del idealismo wilsoniano, el realismo cínico del Reino Unido y Francia ante la cuestión y los efectos de la revolución soviética había conseguido el relativo apaciguamiento de las tensiones nacionalistas de signo cultural entre 1918 y 1939. Después, la sombra del imperialismo soviético, en alianza con la lógica de la guerra fría, se encargará de mantener en hibernación la cuestión de las nacionalidades en el centro y este de Europa.
Hoy estamos asistiendo al parcial renacimiento de una cuestión todavía viva, acaso por carecer de solución en los términos en que se plantea. Pero antes de decir algo al respecto, y a los efectos de intentar dibujar un cuadro amplio de la evolución del problema nacional en Europa, se hace necesario registrar el impacto que tuvieron, y en parte siguen teniendo, dos fenómenos estrechamente relacionados entre sí y conectados a su vez con tendencias que rebasaban el marco continental: la continuidad del tacticismo comunista de signo filonacionalista -mantenido después por la izquierda radical- y la floración de nuevos o renovados nacionalismos culturales en los países occidentales.
Sobre el filonacionalismo comunista no merece la pena extenderse. La gran paradoja que acompaña a la presente amenaza nacionalista a la URSS es que ninguna potencia política ni ninguna ideología oficial han hecho nunca un esfuerzo semejante al del mundo soviético por alimentar el nacionalismo fuera de sus fronteras y de su zona de influencia. Esta política se dobló, de puertas adentro, con el descaro propio de toda dictadura férrea, convencida de la inexistencia de límites eficaces a sus mentiras. Se intentó hacer compatibles el retórico y reiterado reconocimiento del derecho de secesión y el discurso legitimador del nacionalismo cultural con una práctica de nacionalismo estatal tomando como base la gran patria soviética. La explicación para tamaño contrasentido estaba en la propia raíz de un discurso político convencido de su capacidad para instrumentar las tensiones nacionalistas de cualquier signo en provecho de su utopía revolucionaria. La crisis actual no ha hecho sino evidenciar, si es que alguien necesitaba todavía de esta evidencia, la sinrazón de una temeraria arrogancia intelectual y política.
La instrumentaliz ación del nacionalismo cultural por el comunismo, amorosamente mantenida por una izquierda radical convencida de los efectos beatíficos de cuanto manifieste capacidad destructiva del statu quo, se encontró, a partir de finales de los sesenta, con el renacer o el surgimiento de los nacionalismos culturales occidentales. No eran los desenganchados de la historia, que tanta importancia pudieron tener en las primeras manifestaciones de nacionalismos como el flamenco, irlandés, vasco o escocés, los que estaban a la cabeza de la protesta. Ciertamente que lo viejo no resultaba ajeno a estos movimientos, sabedores del valor de lo sincrético en la defensa de su causa. Pero lo importante era ahora la capacidad de estos nacionalismos para conectar con nuevos agentes sociales, amplios sectores de las nuevas clases medias especialmente, que, en adición a las viejas clientelas (inteligencias locales, gentes de iglesia, oligarquías tradicionales en declive), podían convertirles en actores políticos importantes en el marco de sus Estados. Renegociar salidas a la crisis abierta en 1973, buscar posiciones de ventaja en momentos de crisis de la solidaridad estatal, alimentar las demandas al disfrute y administración de unos aparatos públicos en expansión eran y son los terrenos favorables para el desarrollo de unos nacionalismos culturales modernos que, contra el empeño del grueso de sus detractores, han probado entender muy bien las alteraciones económicas, sociales e ideológicas de sus sociedades.
La crisis y deslegitimación del nacionalismo a partir de 1945, crisis matizada, como he tratado de resumir, por la manipulación comunista e izquierdista, por el despertar de los nacionalismos culturales occidentales y por el no aludido pero significativo impacto de la descolonización -fenómenos los tres con profundas conexiones que no es posible ahora considerar-, termina dando paso al renacer de los nacionalismos culturales del centro y el este de Europa en la medida en que se disuelve el imperio soviético. La presente explosión pone de manifiesto lo que era ya evidente en los primeros años de¡ siglo XX: la imposibilidad de casar una realidad política, cultural, histórica y económico- social de manifiesta complejidad con el voluntarismo y el simplismo de un discurso nacionalista de base cultural dispuesto a hacer un dogma de la correspondencla entre singularidades étnicoculturales y Estados soberanos. El dogma en cuestión no solamente es un desafio a la historia y a la realidad del momento. Es además, en el marco de la Europa del centro y el este, un absurdo que solamente se ha podido soportar a golpes de una más o menos abierta opresión (como la practicada por algunos de los Estados surgidos de la liberación nacional de 1918 en relación a sus minorías), de imperíalismos fallidos (el intentado por Hitler a favor de la defensa del derecho de autodeterminación para el pueblo germánico) o de imperialismos temporalmente triunfantes (el soviético).
En contraposición a las pretensiones de ese discurso cultural-nacionalista, hay que insistir en la capacidad de los Estados democráticos para generar en su seno los procesos de reparto vertical del poder capaces de satisfacer las legítimas demandas de autonomía que puedan ser a su vez garantía del pluralismo cultural. Un nuevo proceso de balcanización no solamente abriría el camino a situaciones de riesgo en el panorama internacional, sino que sería, muy probablemente, pretexto para nuevas situaciones de opresión cultural. Los procesos de integración que tienen que abrirse en Europa, corrigiendo en parte la futura Europa de los Doce, deberían ser un argumento complementarlo en favor de la moderación de los renovados nacionalismos de los países del centro y del este de Europa.
Intentando una conclusión, podría decirse que la revisión de los nacionalismos estatales iniciada en 1945 no alcanzó de modo suficiente a los nacionalismos culturales. Quizá porque el realismo de los Estados se encargó de poner a estos últimos severos límites prácticos, la reflexión y la retórica políticas propiciaron la acrítica asunción de sus demandas. Puede, sin embargo, que la fuerza de las circunstancias obligue hoy a la revisión del viejo o renovado principio de las nacionalidades, al que no es prudente ni justo dar como única respuesta la cada vez menos eficaz apelación a la legitimidad de lo existente.
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