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Tribuna:LA ARBOLEDA PERDIDA
Tribuna
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Hasta donde vivió y murió Goya

Llegué a Jerez el Viernes Santo por la tarde. Me esperaban mis más queridos amigos de El Puerto de Santa María, Carmelo Ciria, con Lourdes, su mujer, y su diablesca niña Carmen. Tuvimos que correr pronto a El Puerto para ver desfilar los pasos religiosos desde algún balcón estratégico. Yo no recordaba ninguna Semana Santa portuense. Un estupendo lugar nos lo ofreció enseguida algún amigo de Carmelo. Al cabo de esperar cierto tiempo, surgió al Fin, encapuchada de negro, la cofradía que acompañaba al Santo Entierro, una urna con un Jesús ya difunto, con los desnudos brazos en cruz, que parecían descoyuntados, y con una infinita y, pálida tristeza. Luego, entre el seco redoble de los tambores y el toque de los clarines, surgió la talla angustiada y maravillosa de Nuestra Señora de la Soledad, la más antigua de El Puerto, llegada de Madrid a mitad del siglo XVII, obra, creo, de un discípulo del gran escultor Juan Montañés. Un escalofrío nos recorrió al ver doblar aquella deslumbrante y, afligida imagen por la calle de la Luna, igual que una bellísima muchacha llevada por el ritmo cadencioso de los costaleros, camino de su iglesia.Al día siguiente recibí el catálogo de la exposición de un olvidado amigo de allá por el inicio de mi poesía, Javier de Whinthuysen, maravilloso pintor y jardinero sevillano, amigo también de Juan Ramón Jiménez, que lo estimaba mucho y que me lo dio a conocer. Una tarde, en la azotea de Juan Ramón, que estaba volcada a los azules del Guadarrama, se presentó, misterioso y dulce, como rodeado de sus jardines desvanecidos. Era una persona admirable, de una rara belleza muy atrayente, como instalada en la hermosa lejanía de su farriIII a flamenca. En mi libro Marinero en tierra, le escribí un poema, lleno de admiración y cariño, y cuya dedicatoria, no sé por qué, no figura a partir de la segunda edición: A Javier de Winthuysen, oso jardinero: Vete al jardín de los mares/ y plántame un madroñero/ bajo los yelos polares./ Jardinero./ Para mi amiga, una isla/ de cerezos estelares,/ murada de cocoteros./ Jardinero./ Y en mi corazón guerrero/ plántame cuatro palmeras/ a modo de masteleros./ Jardinero. Winthuysen introdujo el aire andaluz en los patios y en los jardines, hizo que se respirase en las plazas y en los parques más lejanos el viento y el aroma de Andalucía.

Con el recuerdo del extraño y suave jardinero llegué a Francia, a Burdeos, clara y primorosa ciudad en la que ya muy envejecido se instaló don Francisco de Goya para grabar y pintar algunas de sus maravillosas obras últimas. Pasó la frontera solo, tocado con una gorra, en una diligencia que venía desde Madrid, en junio de 1824. Hoy su casa se ha convertido en un centro de cultura española, bajo el tutelaje de la Embajada de España y la permanente atención de Karin López y el cónsul Agustín Mendívil. Goya pasó en este piso sus últimos años, trabajando febrilmente, dibujando cada imagen que saltaba ante sus ojos.

Yo iba a recibir de la Universidad de Burdeos el título de doctor honoris causa y lo celebramos con una hermosa Fiesta, plena de estudiantes y amigos. El gran hispanista y estudioso de mi obra, el profesor Robert Marrast, me presentó con un conciso ensayo sobre mi poesía, al que yo contesté diciendo que gracias a éll se me concedía aquel honor por el valiosísimo trabajo de investigación que había desarrollado durante tantos años. Además el alcalde, Chaban Delmas, me concedió la gran medalla de la ciudad, y el poeta granadino Luis García Montero dio una graciosa y ceñida conferencia sobre mi obra de exilio.

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Lo que más me reluce en Burdeos es la presencia de Francisco de Goya, aquel ya anciano, retratado por Vicente López, emborrachado de corridas de toros, de brujas y deformes, de los muertos y los héroes del pueblo de Madrid, en las terribles represiones de Fernando VIL

Es impresionante ahora recordar, en el lugar donde murió, que el cadáver de Goya, cuando lo trasladaron a Madrid para ser enterrado en una de las ermitas de San Antonio de la Florida, llegó decapitado, víctima, seguramente, de algún principiante estudioso de Anatomía, como si se tra tara de alguno de sus dispa rates.

La constante presencia cile Goya en esta extraordinaria ciudad me hacía repetir en todo momento los versos de un poema que le dediqué en mi libro A la pintura, y que recobraba en mí una nueva resonancia al lado de sus últimos paisajes: Oh luz de enfermería,/ ruedo tuerto de la alegría / cuando todo se cae/ y en adefesio España se desvae/ y una escoba se aleja.

Me acercaré mañana al Museo del Prado y contemplaré La lechera de Burdeos, la dulce muchacha francesa de la juventud siempre renovada en los años finales de don Francisco de Goya y Lucientes.

(c) Rafael Alberti, 1990.

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