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FERIA DE SEVILLA

Una suspensión con debate

Jandilla / Ortega, Espartaco, AparicioDos toros de Jandilla, chicos, flojos, cornalones astifinos. Ortega Cano: estocada; aviso (ovación y salida al tercio). Espartaco: estocada ladeada perdiendo la muleta (palmas). Julio Aparicio no toreó ningún toro. La corrida se suspendió, por lluvia, tras el segundo de la tarde. Plaza de la Maestranza, 25 de abril. 11ª corrida de feria. Lleno.

La corrida se suspendió por lluvia, después de arrastrado el segundo toro. No inmediatamente: media hora más tarde, pues los toreros sometieron la cuestión a debate, o eso daban a entender desde el callejón, con visajes ostentosos.

Rompió a llover durante la lidia del segundo toro. Caían gotas como boinas y la gente se mojaba. Entre la gente hay que incluir tanto espectadores como coletudos, y entre los espectadores, muchas mujeres vestidas de flamenca, algunos hombres vestidos de corto, quién con puro, quién retirado del tabaco, todo el mundo con paraguas, a salvo honrosas excepciones.

La verdad es que el tercer toro pudo saltar a la arena, sin problemas. En peores garitas habrán hecho los coletudos guardia y en más enfangados ruedos faenas, que ese rubio albero maestrante, mojado, sí, tras arrastrar el segundo toro, pero aún practicable. Y, sin embargo, compareció Julio Aparicio, se puso a señalar charcos con expresión de asombro y uno de sus peones a pisarlos, exagerando patinazos y desequilibrios.

La presidencia debió sacar el pañuelo para que saliera el tercer toro pero no lo hizo, y empezó el debate, que siguieron los aficionados con mucha admiración. Espartaco demostraba que quería torear poniéndose ceñudo y pegando puñadas al burladero que, por cierto, no había dicho este tablón es mío; Aparicio hacía signos de negación con la cabeza; el padre de Aparicio alegaba por allí; Ortega Cano ponía cara de estupor, y la afición no entendía nada.

No entendía porque, a aquellas alturas de la lluvia, el ruedo ya empezaba a ser un lodazal, torear en semejantes condiciones suponía un serio riesgo y procedía la suspensión. Una vez más se hacía patente la crisis de autoridad que padece la fiesta, pues así como un rato antes el presidente debió ordenar la salida del toro, ahora debió suspender la corrida, sin más contemplaciones. Pero ni lo uno ni lo otro.

Por consejo del apoderado de Espartaco salieron las cuadrillas a pisar el ruedo, para demostrar que estaba impracticable, y de su cosecha añadieron ademanes que indicaban una consulta popular. Metieron la patita pues el resultado fue que siguiera la corrida, por mayoría absoluta.

En realidad no había tanta mayoría, claro. Ocurrió que de la afición de tendido la mitad huyó de la tormenta, la otra mitad estaba escondida bajo los paraguas y no se había enterado de la encuesta, mientras la que abarrotaba las gradas permanecía a cubierto, bien sequita y serrana -por ella, como si nevaba-, y dijo sí. A despecho de esta opinión, los toreros decidieron subir al palco, parlamentaron con el presidente y entonces se produjo la suspensión definitiva, que se proclamó urbi et orbe a toque de clarín.

Los toros lidiados resultaron flojos. Encastado el de Ortega Cano, que le hizo una faena pulcra por derechazos y naturales, rematada con un estocononazo. Muy aborregado el de Espartaco, que se quedaba sin resuello a mitad del viaje y no completó ninguna embestida pese al empeño de su pundonoroso matador. Durante el empeño rompió a llover. La tormenta se había formado media hora antes de empezar la corrida, igual que las tardes precedentes, y esta vez se cerraron negros nubarrones sobre los tejadillos del coso, los cruzaban relámpagos, no paraba de tronar. Cuando truena y relampaguea los toreros debieran ser comedidos en sus faenas de muleta. A diferencia de Ortega Cano (sin ir más lejos) que se puso a pegar derechazos y derechazos y derechazos, como si le hubiera dado un ataque.

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