Sol, albero y banderilla caída
Es todo demasiado cierto. El sol, el albero, la banderilla caída, la única mancha de sangre justo en el lugar en el que la bestia fue picada, el silencio sólo cruzado por cantos de pájaros. En vano la aparición vertical de la Giralda intenta crear escenografía, ilusión de novela y de ópera, desahogo de verdad domesticada por la recreación.No hay sitio para todo lo que no sea inmediato, verdadero, necesario. La muerte está presente y va a ser llamada por el novillero que aspira al título terrible y hermoso de matador. Es en realidad ella -su juego, su burla, su engaño, su segura victoria final sobre la bestia y a lo peor sobre el hombre- la que ha reunido aquí esta tarde a tanta gente.
Llegó el Sábado Santo, montada en el paso de la canina, en olor de multitudes, y se vino corriendo a coger sitio a la Maestranza donde reinará desde el Domingo de Resurrección hasta el Corpus exigiendo más y más sacrificios, docenas de litros de sangre espesa derramada, de kilos de carne muerta arrastrada.
Hay una refinada brutalidad en el ambiente, un pánico esencial sometido a reglas. Toda la alegría ruidosa de los bares repletos de Antonia Díaz, Arfe, el Arenal, Pastor y Landero; todos los gritos de los aficionados exultantes, los pregones de quienes ofrecen entradas de reventa, tabaco rubio pata negra, viseras o refrescos se ha transformado, al desembocar la multitud en la plaza y disponerse a vivir el espectáculo menos espectáculo y más verdad que existe, en gozo silencioso y expectante. El arte va a intentar aparecer en las condiciones más extremas, frente a un elemento siempre nuevo e imprevisible, superando la evidente realidad de la agonía de seis bestias, sin concesiones a idealismos o a metáfora alguna.
Después se podrán hacer las interpretaciones que se quieran pero, aquí, ahora, hay un hombre radicalmente solo -es la faena de muleta y el ruedo se ha multiplicado en torno al novillero que va a intentar poner elegancia donde sólo hay furia herida.
El curioso, Dante sin Virgilio que atraviesa los círculos de este paraíso con tan poco aprovechamiento que se cree aún en los del infierno, perdido entre nubes de humos de puros, apretado entre aficionados progresivamente aburridos e indignados que ven cosas que él no puede ver, con una pierna dormida por la forzada postura, busca entre una fazena y otra el sosiego y la soledad del hermoso laberinto blanco de los corredores altos, llenos de una luz que ya no hiere, que ha empezado a dorarse. Se siente saturado de realidad, víctima de una sobredosis de vida. Baja despacio en busca de la alta frescura de las galerías. Resuenan en ellas los golpes de los matarifes desplazando las reses ya lidiadas. Atraído por el vértigo rojo se asoma al panorama del suelo y los azulejos bañados en sangre, de los ganchos negros, de la carne muerta que casi aún palpita. Ve las cabezas cortadas de los toros. Siente que hay una sola y misma muerte para hombres y bestias. Y recuerda, tal vez para huir por la puerta de la literatura, a Pavese: "Vendrá la muerte / y tendrá tus ojos".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.