Nadie lo diría
Lo bueno de vivir en una ciudad tan pequeña es que todos se conocen, una ciudad marítima y civilizada, sin demasiado turismo ni negros que vendan abalorios, sin bloques de apartamentos que usurpen salvajemente la perspectiva del mar, sin muchedumbres zafias de extranjeros que parecen llevar consigo una peste de bronceadores baratos y humos de frituras. Hay veraneantes, sí, pero de toda la vida, veraneantes antiguos que viven en quintas con jardines, y el sol del invierno trae a solventes jubilados del norte, aseados ancianos que saludan por sus nombres a los empleados de las tiendas y dan a los paseos de la ciudad un aire como de balneario. Los forasteros, cuando lo merecen, se vuelven familiares a los pocos días de llegar, y ni siquiera a los vecinos de siempre les falta un aura de cosmopolitismo, pues no en vano ésta es una ciudad fronteriza donde se hablan con naturalidad dos o tres idiomas y donde se recuerda vivamente aquella edad en que el veraneo era un privilegio de haraganes con título y de resplandecientes aventureros internacionales.Así que este joven del que ahora hablan tanto los periódicos que llegan aquí desde el otro lado era conocido y respetado por todos, conocían a sus padres, que se establecieron en la ciudad cuando él era un niño, lo habían visto crecer, y cuando algunas mañanas lo veían subir a su automóvil y alejarse hacia las afueras sabían que iba en dirección al puesto fronterizo, porque era viajante de comercio, aunque no todos estaban seguros de qué clase de producto representaba. Algo digno, aunque más bien modesto, desde luego, porque aunque conducía un buen coche v vestía con esa elegancia sobria y eficaz que es tan común por aquí nunca hacía grandes alardes, y nadie había notado que prosperase significativamente en los últimos años. Sería viajante de alguna fábrica de muebles o de alimentos, y a pesar de que ése es un trabajo muy duro que acaba volviendo huraños a quienes lo practican -semanas enteras lejos de casa, recorriendo las peligrosas carreteras de un país incivilizado y extraño, durmiendo en hoteles, hablando con desconocidos-, cuando él volvía de cada una de sus frecuentes ausencias era como si en realidad no hubiese llegado a marcharse, siempre tan atento con todos, joven todavía, como de 30 años, joven pero singularmente educado y juicioso, la clase de hijo que desea para sí cualquier madre, cualquiera de esas mujeres de pelo blanco y cardado que hacen punto en los jardines de las quintas de veraneo o en las terrazas de los apartamentos con vistas al mar.
Salía temprano, recién duchado, animoso, sacaba el coche del aparcamiento, levantaba el capó para revisar el motor y comprobar el aceite, porque cuando uno se dispone a emprender un viaje tan largo conviene extremar la prudencia, y los vecinos de las casas próximas, al vigilar la calle desde sus ventanas con visillos, lo imaginaban razonable y enérgico, y pensaban que poco a poco se iría labrando una posición mejor, porque sabía ganarse la confianza de sus jefes y de sus clientes y desconocía el desánimo y la indolencia. Al arrancar, todavía con la ventanilla bajada, saludaba a algún comerciante madrugador que ya hubiera abierto su tienda y conducía con una pulcritud semejante a la que dictaba su aspecto personal y el cuidado de todos los actos de su vida. Frenaba sin brusquedad en los pasos de cebra y sólo pisaba el acelerador cuando se encontraba en campo abierto, después del paso fronterizo. También conocía por sus nombres a los gendarmes e incluso a los guardias civiles del otro lado. Después de hacerles un gesto con la mano entraba en el país extranjero que seguramente le resultaba tan antipático como a casi todos sus vecinos, aunque hablaba perfectamente español, con un ligero acento del norte, y llevaba tantos años repitiendo aquellos viajes que se sabía de memoria el trazado de las carreteras y la luz de cada ciudad y de cada paisaje. Viajaba siempre solo, a Zaragoza, a Madrid, y últimamente había empezado a alejarse hasta las ciudades del sur, tal vez porque la eficacia y la persuasión con que hacía su trabajo habían ido expandiendo los intereses de su empresa, y es posible que algunas veces trajera al volver postales con cielos inconcebiblemente azules y hasta pequeños recuerdos que exhibiría luego en la repisa del comedor: un penitente de plástico, una muñeca con traje de gitana.
Pero siempre fue, lo pensaron más tarde -lo piensan ahora, cuando leen los periódicos-, un poco reservado, siempre hubo un matiz de rareza en su naturalidad, tal vez una manera recelosa de moverse, de volver la cabeza cuando abría la puerta de su casa y no había nadie en la calle, de mirar fugazmente hacia las esquinas cuando hablaba con alguien y le sonreía. Y era más raro que nadie supiera con exactitud qué había en las cajas que guardaba en el maletero ni en las carpetas de catálogos que dejaba en el asiento posterior cuando salía de viaje. Los domingos por la mañana, si estaba en la ciudad, salía a caminar con su esposa y sus hijos por el paseo marítimo y luego tomaba el vermú con los amigos, pero lo cierto es que no acudía a misa de doce, y algunas veces observaron que se marchaba muy aprisa, que sacaba el coche a deshoras y conducía con menos miramiento de lo que era usual en él, como si hubiera recibido una llamada urgente de sus superiores y debiera dejarlo todo para acudir a una cita ineludible, pero un viajante de comercio no es como un médico o un sacerdote, nadie tiene necesidad de adquirir una partida de muebles o de examinar un muestrario a las tres de la madrugada. Y más de una vez, recuerdan -porque ahora el estupor los induce a inventar recuerdos y premoniciones-, cuando estaba en un bar, bebiendo con algunos amigos, de pronto dejaba de hacerles caso y atendía con disimulo a las noticias del televisor, y luego se quedaba callado y durante uno o dos segundos no escuchaba lo que los otros le decían.
Fue en la televisión, en uno de esos noticiarios españoles que también pueden verse aquí, donde alguien descubrió hace unos días su cara, la misma foto que a la mañana siguiente reproducían los periódicos, el hombre joven y esposado, pero todavía tranquilo y con aquel aire innato de probidad, la misma cara que había conocido siempre, la de ese viajante detenido por casualidad en una carretera del sur que llevaba en su coche no sólo muestrarios y hojas de pedidos, sino también 300 kilos de explosivos que habrían sembrado el fuego, el pavor y la destrucción en una calle cenital de Sevilla algunas horas antes de que él abandonara su habitación de hotel, colgara junto a la ventanilla posterior su traje de visitar a los clientes y emprendiera, fatigado y sereno, el regreso a su otra vida y a la pequeña ciudad litoral donde no había nadie que no creyera conocerlo.
Babelia
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