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Rompan filas y después hablamos

Grandes debates se anuncian sobre el futuro de casi todo: de Europa, del socialismo, del mundo. Una época de escrituras, revistas, foros y mesas redondas se abre para llenar cuanto antes este vacío que nos ha dejado el siglo, agotado en sus mitos y en sus héroes, tan lleno de supersticiones como cualquier otro siglo precedente y quizá venidero. ¿Está este país en general, y su intelectualidad orgánica e inorgánica en particular, preparado para debatir en serio, fuera de vanas generalidades, alguna cosa que vaya algo más allá de los programas, ritos, expectativas, devociones y obligaciones de los diversos grupos de opinión?La transición no fue sólo un fenómeno político; también fue una actitud de miedo o prudencia que lo abarcó todo. Una costumbre de autocensura, convertida en hábito, habitó las conciencias. Una malsana hipocresía fue elaborando un silencio peculiar desde el que se silenció casi todo: no sólo los desmanes del anterior régimen, sino también nuestra propia conciencia, ahogada en su expresión por unas formas vagamente británicas que contribuyeron a enrarecer el ambiente y a transformar a nobles competidores en navajeros de dulce sonrisa. Ya no te podías fiar de nadie. Cualquier sinvergüenza te echaba la moral por delante, y cuanto más tela echaba, más sinvergüenza resultaba ser. Un insano temor creció alrededor del Ejército, la Iglesia y el Rey, al tiempo que la crítica fue derivando en crítica gastronómica. El monopolio de la oposición esencial se fue dejando en manos de los terroristas de toda condición, que encontraron en aquellos temores su supuesta legitimidad ante minorías crecientemente irracionales. Una torpe reflexión elusiva sustituyó al debate vivo que la pretransición anunciaba, y en esa pobreza ideológica, en esa incultura política hecha de miedo, olvido e ignorancia, floreció una flor de estufa que cualquier aire desvanece.

Efectivamente, la transición no ha terminado y lleva camino de no hacerlo nunca. Sus efectos han arrasado con casi todo indicio de laxitud de conciencia, de verdadera independencia y de apertura sin prejuicios hacia los nuevos mundos. Oír hablar a un político con pretensiones teóricas es morir de pena o de risa, según ánimo. Son palabras determinadas en. exceso por la prudencia, el miedo, la discreción, la obediencia, el rencor, la moralina y la insania en general.

Nuevas jergas identifican a nuevos grupos emergentes. No hay esperanza. Detrás de sus palabras, algo más pulcras y mejor fundadas que las del caudillo, apenas brota lo de siempre: un anticomunismo de ocasión (tan vacuo como lo fue en su momento su contrario) reforzado ahora por las circunstancias que concurren contra esa idea del mundo, hoy de capa caída. Pero ese valor de la denuncia contra lejanos tiranos no garantiza la decencia democrática de los que nunca denunciaron a los tirarlos propios. Es sólo la impostura del cazarrecompensas, a ver que cae.

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Un silencio que tiene un algo original, distinto. No es el silencio airado de las dictaduras, ni el silencio intramuros del claustro, ni el fructífero silencio de la ciencia. Quia. Es el silencio del que ha entendido la jerga del silencio transitorio: ese decir volátil de la retórica de lo inefable o lo melifluo, ese lugar común (insumiso o conservador) mil veces transitado, esa circunspecta racionalidad elegante y vana o esa impostura que va del sometimiento indigno a la rebeldía cutre de la Prensa amarilla, con sus dimes y diretes a la medida de un país en eterno tránsito, que parece habitado por más pícaros aún de los que hay, que no son pocos.

Han ido callando los más espontáneos y sólo se oye la voz atiplada de los colegiales. Acostumbrados a no decir lo que piensan, han concluido por creer en lo que dicen: son ya incapaces de fingir porque han hecho suyo ese discurso repetido y estomagante, hecho de palabras e ideas tan esperadas como la estación siguiente de un aburrido tren semántico de parada fija. A veces se parecen a aquellos ensayistas que todo lo mezclaban para darnos una idea de la extensión de sus conocimientos y, finalmente, de la vacuidad de sus resultados. Una cultura y un estilo para la transición, qué duda cabe.

La transición. Su grandeza se hace bovina cuanto más se prolonga, y lo que fue un eficaz remedio político se convirtió en esto: una cultura que no levanta el vuelo, un pueblo que no lee ni los periódicos y unos políticos que no escuchan más que a sus aduladores. No se puede culpar en exclusiva a los socialistas de tanta ñoñería. Algo nuestro, personal y voluntario, hay en todo ello. El miedo y la pereza, quizá.

De los ojos de ese buey nos llega una mirada franciscana (en el mal sentido de la palabra) que resume toda nuestra creatividad. Qué duda cabe que se han' producido mejoras sustanciales en la regulación política y en el orden económico, y en su momento (y ahora también) habrá que agradecerlo a quien corresponda. Pero quizá haya llegado también el momento de completar esos logros con el intento de devolver la vida mental plena a estos pueblos hispanos y a sus vanguardias' pensantes: habrá que reducir la presión sobre las conciencias, no tomar represalias contra los diferentes, fomentar el uso de la voluntad libre, quebrar el espíritu grupa¡ o paleto y abrir la habitación al aire fresco que llega de todas partes buscando un sitio en la Península. Habrá que ir pensando de una vez en concluir la transición mental, y terminada esta mili del alma que fue la transición, y licenciados todos de las graves cuestiones de las que se nos responsabilizó, vendrá la hora de tirar las gorras al aire y abandonar el campamento. De una. vez.

Fermín Bouza es sociólogo.

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