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Quinientos años

En el Museo Precolombino de Santiago de Chile visité una apasionante exposición: Los tainos: los descubridores de Colón. ¿Cómo podría celebrar, tan extinta cultura indígena el quinto centenario de aquel 12 de octubre de 1492? Lo que sí está claro es que tal evento del museo santiagueño es, a su propio aire, un momento singular en la celebración chilena y americana de esa tremenda fecha histórica. "La más alta ocasión que vieron los siglos después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo", dijo algún clásico castellano.Muchas cosas se harán y dejarán de hacer con ocasión de este quinto centenario. Cada cual es libre de opinar lo que le venga en gana sobre su conmemoración. Gloriosa exaltación para unos, vergonzante recuerdo para otros, excesivo tan-tan para muchos, oportuno pretexto para avisados: con tan multiplicable repertorio se irá configurando la propia actualidad de esa efemérides. Y así se habla y se hablará de descubrimiento, encuentro de dos mundos, choque de culturas, explotación colonial, evangelización cristiana, genocidio cultural, misión civilizatoria, etcétera. Desde su título, este artículo no pretende otra cosa sino provocar un cuantum de pensamiento sobre la cosa misma. Pues los 500 años que nos distancian de aquel decisivo acontecimiento dicen nuestra avanzada edad como occidentales. Y así, la propia cifra histórica de aquello que decimos modernidad.

Si todo esto del V Centenario fuese exclusivo asunto de patriótica exaltación / denigración de un recuerdo de nuestros años escolares, seguiríamos habitando ingenuamente la mesa camilla de nuestros bisabuelos. Pero los 500 años que ahora nos corresponde pensar son, ni más ni menos, los de nuestra moderna historia occidental inventando y reinventando el planeta Tierra. Un argumento que también conviene entender como el de la progresiva invención planetaria de una historia universal escrita e interpretada, en su primer plano, por los occidentales. Intentemos pensar de nuevo la atrocidad y la gloria, el horror y el calvario de esa. historia que a todos nos concierne, mortales criaturas de nuestro propio tiempo. Ahora que la Historia en mayúsculas ya se agotó como argumento específicamente eurocéntrico y es todo el planeta el que soporta el sentido y sinsentido de su acelerada y arrasadora modernización.

I. "Hasta el descubrimiento de América el islam dominó el Viejo Mundo, dio la pauta de lo que entonces era, de hecho, su historia mundial" (Braudel). Frente a los reducidos límites de la cristiandad europea hacia finales del siglo XV, el poder musulmán se extiende sobre un inmenso espacio, englobando más de la mitad del planeta entonces conocido. Desde Gibraltar y Granada hasta Constantinopla, su dominio del Mediterráneo se prolonga sobre el mar Negro hasta el Caspio y el Aral en el Norte, donde sus fronteras limitan con Rusia, Mongolia y China. Hacia el Sur, sus flotas hegemonizan el Atlántico africano y el océano indico, para llegar hasta las Célebes, las Molucas y Mindanao, en el Pacífico oriental. Dar-el-Islain incluye más de un tercio del continente africano, Arabia, Asia Menor, Asia Central, la casi totalidad de la India, Ceilán, Malaisia y amplias bases en Sumatra y Filipinas.

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En el 1453 los turcos toman Constantinopla, liquidando los restos del viejo imperio bizantino. La conquista de Granada, en el mismo año que Colón alcanza el primer territorio americano, tiene un valor decisivo: indica la emergencia de la cristiandad europea como potencia histórico-universal. Hay que situar el descubrimiento de Colón en el contexto de la expansión atlántica que han iniciado las grandes navegaciones portuguesas costeando África para alcanzar la India. La sucesiva conquista hispánica de las Canarias fue otro momento más en los inicios de esta prolongada empresa oceánica. De 1519 a 15221 la expedición de Magallanes / Elcano culmina una increíble proeza: la primera circunnavegación del mundo. A partir de ahora, la Tierra, en su planetaria esfericidad, se abre como inagotable presa a la ascendente potencia occidental.

El fantástico botín imperial de españoles y portugueses, las hazañosas aventuras de sus grandes navegantes y conquistadores, moviliza en poco menos de un siglo las empresas coloniales de holandeses, ingleses y franceses. Todavía en el año 1683 los turcos llegan hasta las puertas de Viena; sería la última vez. Para entonces la flecha del crecimiento histórico había cambiado de signo. Frente a la novedosa potencia occidental, el gigantesco espacio del islam, contrayéndose apenas, se ha replegado en sus cronificadas tradiciones y conflictos internos. Los rusos se fortalecen en el mar Caspio y avanzan sobre Mongolia; la Europa de la expansión atlántica -Portugal, España, Holanda, Inglaterra, Francia-, reforzada imperialmente por la enorme presa americana, costea África, disputa a los musulmanes el océano Indico y, por el Pacífico, alcanza Filipinas, China, Japón y Australia.

Con el oro que llega de América se financia en Europa el barroco esplendor de las monarquías absolutas y el decisivo despegue del mercantilismo. Con las novísimas especies vegetales que vienen de ultramar -patata, maíz, tomate, etcétera- se renueva la dieta alimenticia del Viejo Mundo. Los paternales principios de las leyes de Indias serán a la vez el católico embrión de los derechos humanos y el obstáculo legal que dispara ese otro y decisivo capítulo de la acumulación originaria del capital que fue el masivo mercado de esclavos negros a cargo de los audaces empresarios blancos. Están dados los supuestos para la gran Europa del siglo XVIII: la Ilustración burguesa presupone la incipiente explotación de un mercado mundial en términos de irrefrenable expansión. Del Renacimiento a la Ilustración la historia de la cristiandad europea deviene historia universal de alcance planetario: delimitamos así el ciclo en que despega la modernidad.

Celebrando el año pasado el segundo centenario de la Revolución Francesa, ¿cuántos se han detenido a recapacitar la génesis americana de aquella fulgurante explosión? A este lado del Atlántico, la oficiosa mayoría de historiadores e ilustrado público sigue cantando aún los fastos de 1789 como una pura eclosión del genio nacional del pueblo francés, reiventando París como capital mundial de las luces. Basta con ensanchar y profundizar el enfoque de nuestra mirada para detectar el provinciano curocentrismo de tan tópica visión. Sin la indepen- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior dencia americana no hay revolución en Francia. Basta seguir las entrecruzadas vidas de Jefferson y Lafayette para constatar la decisiva secuencia e imbricación de la Declaración de Virginia de 1776 y, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en el revolucionario París de 1789.

Once años antes, la rebelión peruana de Tupac Amaru dice la notable sintonización de aquel descuartizado mestizo con el movimiento que en América del Norte lidera Washington. Comparando los supuestos de ambas rebeliones y sus antitéticos desenlaces, detectamos en seguida los límites radicales de esa primera intentona libertaria. Toda una serie de acontecimientos coetáneos -los comuneros de Socorro (1780), la aventura de Tiradentes en Brasil (detenido en 1789 y ejecutado en 1792), la fulgurante carrera de Toussaint-Louverture en Santo Domingo (1793-1803), la publicación de los Derechos del Hombre en Santa Fe de Bogotá, a cargo de Antonio Nariño (1794)- nos revelan la creciente agitación revolucionaria en la América hispano-lusa. Emerge la mágica idea de su liberación: el sueño de la Gran Colombia que iba a ser la carismática obsesión de Francisco Miranda (1750-1816), el gran precursor de la independencia. Ojeando los minuciosos diarios de este fabuloso criollo de Caracas, avistando la interminable aventura política que fue su existencia, se nos hace patente el alcance euroamericano de esa oleada libertaria que iniciaría la era de la democracia. De ahí la lúcida conciencia epocal de Tocqueville: su lectura nos hace transparente la dimensión histórico-universal de esa secuencia revolucionaria que va desde la independencia americana a la explosión francesa del Antiguo Régimen, para seguir, desde la Constitución de Cádiz (1812) hasta la eclosión de libertadores y caudillos que ponen en marcha la definitiva emancipación de su América patria.

La sucesiva invención del Nuevo Mundo -en el contexto de expansión de los europeos sobre el planeta Tierra- determinó (y sigue determinando) la radical transformación de nuestro Viejo continente, impulsando las sucesivas oleadas de su progresiva transformación / renovación / modernidad. Entiéndase esto no como un proceso lineal, unidireccional, sino como indicación de una suerte de ascendente espiral multicéntrica de flujos y reflujos de ida y vuelta entre las dos orillas del Atlántico, capitalizando esa expansiva red de intercambios planetarios que simplificadamente se dice mercado mundial.

II. Hacia 1492 los europeos apenas controlaban un 9% del planeta; para 1801 dominaban la tercera parte del globo; hacia 1880, sus dos tercios; en 1935, en vísperas de la II Guerra Mundial, habían llegado a controlar políticamente el 85% de su tierra firme y el 70% de su población (Toffler). Sobre el vasto territorio americano podemos visualizar, concentradamente, las distintas oleadas y etapas de ese proceso de expansión planetaria y progresiva modernidad. Fijémonos ahora en una dimensión estratégica.

Con su primer viaje, Colón intentaba encontrar la ruta marítima hacia las Indias: de ahí el nombre genérico con que los occidentales conocemos / desconocemos a los plurales indígenas americanos. ¿Qué pasó con los indios en estos 500 años? Desde las fronteras del Canadá hasta las de la Patagonia se nos hace perceptible un arrasador genocidio. Sobre un inmenso territorio -algo más de la mitad del doble continente americano- el dominio civilizatorio de los blancos occidentales ha liquidado el color cobrizo de la población autóctona, reducida hoy a rellenar marginales reservas y parques naturales, cuando no las insidiosas fisuras y estratos parias de las nuevas sociedades nacionales, surgidas de la independencia. Desde México y el Caribe a Perú, Bolivia, Colombia y Brasil, la configuración etnoterritorial es bien distinta. La ascendente movilización mestiza, disparada con el cielo heroico de la emancipación, domina en simbiosis política con la minoría blanca, más o menos residual o renovada y pujante; una y otra vez, la población india ocupa el status inferior de esa compleja estratificación. En el Cono Sur, el caso de Chile representa un punto medio entre los dos extremos de ese simplificdaor esquema. Argentina, por el contrario, viene a ser una devastadora réplica del modelo EE UU: entre 1840 y 1920 la expansión hacia el Sur de la joven república se consiguió al precio de un sistemático exterminio de la indiada residual. En la periferia lumpen de Buenos Aires se acumulan los cabecitas negras, herederos de los inmigrantes mestizos de Paraguay, Chile, Bolivia, Brasil; en sus residuales parcelas, los últimos mapuches y patagones se asoman a su definitiva desaparición.

A lo largo y lo ancho del doble continente americano, cátedras de antropología y museos arqueológicos, peor o mejor dotados, dan puntual información sobre las extinguidas culturas autóctonas, anteriores o coetáneas a Colón. Conocemos así la leyenda de Quetzacoatl, Viracocha y Kon Tiki: los mágicos dioses blancos que recrearon el mundo en el tiempo mítico de los orígenes, para marchar hacia el Sol una vez concluida su misión. Para los aztecas de México-Tenochtitlán, para los incas de Perú, la irrupción de Cortés y Pizarro encarnó el mágico retorno de Quetzacoatl / Viracocha. Considerando la sucesiva historia americana desde entonces hasta aquí, se nos hace patéticamente inteligible la apocalíptica dimensión del regreso de aquellos viejos dioses en figura de conquistadores hispanos. La progresiva expansión colonial de los nuevos señores blancos iba a arrasar para siempre el arcaizante esplendor de las grandes culturas amerindias. De aquel ancestral pasado nos queda el espejo invertido de su devastada actualidad, espectralmente iluminada por grandiosas ruinas, museos, mausoleos.

Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Hacia el mismo tiempo (1541) que Bartolomé de las Casas escribe su patético alegato contra la conquista, Chilam Balam profetiza y recuerda la destrucción de su pueblo maya a manos de los dzules: los españoles, a sangre y fuego sobre su presa colonial. "Llegan los dzules, rojas son sus barbas. Son hijos del Sol. Son barbados. Del Oriente vienen; cuando llegan a esta tierra, son los señores de la tierra. Son hombres blancos. ¡Ah, itzaes! ¡Preparaos! Ya viene el blanco gemelo del Cielo. ¡Ay, será el anochecer para nosotros cuando vengan! ¡Los gavilanes blancos de la tierra! ¡Encienden fuego en las puntas de sus manos, y al mismo tiempo esconden su ponzoña y sus cuerdas para alcanzar a sus padres! Ceñudo es el aspecto de la cara de su dios. Todo lo que enseña, todo lo que habla, es: ¡Vais a morir!".

Desde el fondo del tiempo ancestral, Chilam Balam canta el apocalipsis amerindio: la gloriosa conquista que inaugura el imperio occidental sobre él planeta. "Vinieron los dzules y todo lo deshicieron. Ellos enseñaron el miedo, vinieron a marchitar las flores... ¡Castrar el Sol! Eso vinieron a hacer aquí los extranjeros".

Resonando sobre katunes y siglos, el eco de csa multiplicada voz sigue cantando el pavoroso genocidio de los orígenes. Masiva hecatombe fundacional, sucesivarnente renovada y multiplicada sobre la faz de la Tierra. Se nos muestra así la otra cara -la cruz- de estos 500 años: el titánico despliegue de la modernidad se ahmenta, una y otra vez, de expansivos holocaustos de alcance planetario.

Acaso esté concluyendo tan fatal eón. En este horizonte de postrimerías y tránsito de milenio, enmarañados con señas de apocalipsis, muchos signos apuntan la aurora de un nuevo tiempo. "Toda luna, todo año, todo día, todo viento camina y pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud como llega a su poder y a su trono" (Chilam Balam).

Carlos Moya es catedrático de Sociología de la UNED.

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