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AIba de la libertad

Las raíces de nuestros pueblos son antiguas y profundas. Antes del descubrimiento de nuestro continente ya existían complejas civilizaciones en Perú, Bolivia, América Central y México. Estas civilizaciones vivieron aisladas durante milenios; sólo hasta el siglo XVI nuestro continente rompió su inmensa soledad histórica y los pueblos americanos penetraron por primera vez en el río tumultuoso de la historia universal. Un río hecho de la confluencia de muchas y distintas culturas, religiones y tradiciones. Confluencia, pero también contienda. Sin embargo, el aislamiento no desapareció completamente. Durante los siglos en que fuimos parte del imperio de España y, en el caso de Brasil, de Portugal, nuestra relación con el mundo estuvo limitada por la peculiar posición de esas (los grandes naciones frente al movimiento general de las ideas, las nuevas instituciones que iban creando los otros pueblos europeos. Somos los hijos de la Contrarreforma. Estas circunstancias, así como la influencia de las culturas prehispánicas, han sido determinantes en nuestra historia y explican las dificultades que hemos experimentado para penetrar en la modernidad. Creo que esto ha sido particularmente cierto en los casos de los dos grandes virreinatos: Perú y México.El régimen colonial nos aisló de los grandes movimientos que crearon el mundo moderno; la independencia fue nuestra primera gran tentativa por unirnos a ese mundo. Doble ruptura: con España, pero asimismo con nuestro pasado. La ruptura fue dolorosa., y la herida ha tardado más de un siglo en cicatrizar. Desde la independencia, América Latina ha sido el teatro de incontables experimentos políticos. Todos nuestros países han ensayado distintas formas de gobierno, muchas veces efímeras. El gran número de Constituciones que se han dado nuestras naciones revela, por una parte, nuestra fe en las abstracciones jurídicas y políticas, herencia secularizada de la teología virreinal; por otra, la inestabilidad de nuestras sociedades. La inestabilidad, dolencia endémica de América Latina, ha sido el resultado de un hecho poco examinado: la independencia cambió nuestro régimen político, pero no cambió nuestras sociedades.

A través de todas las convulsiones de nuestra historia no es difícil percibir, como tema o motivo central, la búsqueda de la legitimidad. La sociedad colonial estaba fundada en un principio a un tiempo intemporal y sagrado: la monarquía por derecho divino. La nueva legitimidad histórica fue temporal: el pacto social. Los súbditos se convirtieron en ciudadanos. Pero la nueva legitimidad democrática y republicana fue la obra de las elites ilustradas; no tenía raíces en nuestro pasado y no correspondía a la realidad de nuestras sociedades. Hubo una hendedura entre las ideas y las costumbres, es decir, entre los códigos constitucionales y el sistema de creencias y valores heredados. Las instituciones políticas y jurídicas eran modernas; la economía, las jerarquías sociales y la ni oral pública eran tradicionales y premodernas. Las leyes eran nuevas, viejas las sociedades.

La contradicción entre los dos órdenes, el ideal y el real, el abstracto de las Constituciones y el concreto e irregular de la historia, provocó una y otra vez conflictos internos, anarquía y, fatalmente, el surgimiento de regímenes de excepción. El caudillismo, herencia hispanoárabe, se convirtió en un rasgo distintivo de nuestra vida política. Así se frustró una de las finalidades del movimiento de independencia, quizá el central: nuestro ingreso en el mundo moderno.

No faltaron, sin embargo, distintas tentativas dirigidas a cambiar las estructuras sociales, las costumbres y las mentalidades. A la modernización por las leyes sucedió la modernización por decreto gubernamental. A lo largo del siglo XIX surgieron dictadores y caudillos que reprodujeron en nuestras tierras un fenómeno político que Europa había conocido un siglo antes: el despotismo ilustrado. Los caudillos eran a veces liberales y otras conservadores -las dos grandes facciones ideológicas que se disputaron las conciencias y el poder en el siglo pasado-, pero todos ellos creían firmemente que era posible cambíar a las sociedades, e incluso a los individuos, desde arriba, por la combinación de disposiciones administrativas y medidas de coerción. El catecismo y el látigo. Fue la traducción a la política y al gobierno del viejo y bárbaro precepto: la letra, con sangre entra.

Todas esas tentativas de reforma terminaron, natural y fatalmente, en fracasos. La razón es clara: el caudillismo latinoamericano ha sido el resultado, primordialmente, de la contradicción entre el arcaísmo de la realidad social y la modernidad meramente formal de las Constituciones; así pues, los caudi.llos y los jefes revolucionarios, por razón de la naturaleza de su poder, excepcional y de facto, están orgánicamente incapacitados para transformar de manera durable una sociedad. Para cambiar la sociedad tendrían antes que cambiar ellos mismos: desaparecer como dictadores, transformar el régimen de excepción en legitimidad democrática.

Aunque los métodos autoritarios han fracasado en sus propósitos de reforma, han prolongado en nuestras naciones la tradición del Estado patrimomalista. El patrimonialismo es tan antiguo probablemente como el poder político. Se caracteriza por la fusión de lo privado y lo público: el príncipe o el presidente manejan los asuntos colectivos como si fuesen los de su casa. El Estado se convierte en una proyección de la familia. El patrimonialismo es paternalista, a ratos dadivoso e indulgente, otros despótico y siempre arbitrario. En Europa se identificó y confundió con la monarquía absoluta; trasplantado a América durante el periodo virreinal, ha sobrevivido después de la independencia porque logró incrustarse en el presidencialismo y el caudillismo. No podía ser de otro modo: los Gobiernos autoritarios y personalistas tienden a adoptar espontáneamente la ética y las prácticas del régimen patrimonial.

La modernidad comienza, precisamente, con la abolición de los privilegios, las prerrogativas y las franquicias del sistema feudal, heredados y codificados por la monarquía absoluta. Pero no basta con declarar la desaparición de los privilegios; para que no renazcan es indispensable romper la conexión entre absolutismo y patrimonialismo. Por eso, uno de los primeros actos de la Asamblea Constituyente de 1789, durante la Revolución Francesa, fue ins- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior tituir un régimen que salvaguardase los derechos humanos e impidiese la concentración excesiva del poder en una persona o en un grupo. Ese régimen es la democracia, y su complemento, la división de poderes. Es el único medio conocido para evitar los abusos y la arbitrariedad del poder personal. ,

En nuestros países, el absolutismo desapareció con la independencia y con la instauración del sistema republicano y la democracia representativa. Desapareció como institución, no como realidad, oculta bajo distintas máscaras ideológicas. Realidad oculta y, no obstante, poderosa, activa, siempre presente. Con el absolutismo, ahora republicano y personalista, se ha prolongado entre nosotros el patrimonialismo. Ha sido y es la plaga de los Gobiernos latinoamericanos del siglo XX. A él le debemos, en buena parte, el desastroso estado de nuestras finanzas y el peso enorme de la deuda, piedra atada al cuello de nuestros pueblos.

Una y otra vez se ha denunciado la corrupción, la venalidad, el enjuague, el chanchullo y el estraperlo (¡cuántos nombres!) como males endémicos de la Administración pública en América Latina. Incluso algunos críticos atribuyen estos vicios a una suerte de inmoralidad consustancial a la condición de latinoamericano. Muy pocos han reparado que estas prácticas -corrientes en las cortes europeas en los siglos XVI, XVII y XVIII- son supervivencias, rasgos premodernos que todavía desfiguran nuestras sociedades. Son una excrecencia de los regímenes personalistas, cualquiera que sea su filiación ideológica, trátese del monarca por derecho divino, del presidente populista o del líder revolucionario que gobierna en nombre de un partido que se ostenta como vanguardia del proletariado.

Los vicios tradicionales del patrimonialismo -la corrupción, los favoritismos, la arbitrariedad- se han combinado, en la segunda mitad del siglo XX, con dos supersticiones seudomodernas: el estatismo y el populismo. El estatismo pretende corregir los excesos y fallas del mercado, pero no ha logrado sino paralizar nuestras economías, hundidas bajo el peso de enormes, incompetentes y ávidas burocracias. El populismo ha derrochado el tesoro público y ha empobrecido a aquellos que intentaba beneficiar y proteger: los desposeídos. El estatismo latinoamericano ha sido el resultado de una mecánica y casi siempre infiel interpretación de algunas ideas económicas en boga antes de la II Guerra Mundial. Así, por ejemplo, las de Keynes, que fueron diseñadas como remedios de urgencia y que tenían por propósito no dirigir el mercado, sino justamente lo contrario: devolverle su dinamismo. En realidad, a pesar de sus afeites modernos, el estatismo latinoamericano no ha sido sino la resurrección del viejo patrimonialismo colonial. Desenmascararlo es parte de esa gran tarea de higiene política que han emprendido algunos latinoamericanos, como Mario Vargas Llosa.

Las dictaduras latinoamericanas han sido siempre regímenes de excepción. Quiero decir: se han presentado como sistemas transitorios de gobierno, frente a. una situación de emergencia, y destinados a desaparecer apenas se restablezca la normalidad. Esta actitud de los dictadores, a veces explícita y otras implícita, confirma que la legitimidad histórica de nuestros sistemas de gobierno, desaparecida la monarquía española, ha sido la democracia representativa republicana. Este sistema ha tenido variantes que registra la historia, pero, funda mentalmente, ha sido el mismo desde la independencia. Por su puesto, las desviaciones, las violaciones y las deformaciones han sido, como ya dije, frecuentes y numerosas. Pero han sido eso: infracciones, y, en consecuencia, confirmaciones de la regla general.

La verdadera excepción ha sido el régimen cubano. No se presenta como un régimen transitorio de excepción, como las dictaduras militares de nuestro continente. Frente a los regímenes fundados en la democracia, la división de poderes y un sistema de garantías individuales, afirma una legitimidad de orden distinto: no la que consagra una elección popular, sino la de un movimiento revolucionario que toma el poder en nombre del proletariado. Fidel Castro gobierna en nombre del partido que es la vanguardia de la clase universal que encarna en nuestro tiempo el movimiento histórico. Castro gobierna en nombre de la historia. Fantasía ideológica que, a pesar de su crudo simplismo, sedujo a muchos, y entre ellos a no pocos intelectuales latinoamericanos. Fantasía que hoy la historia barre y deshace como el viento un poco de niebla que obstruye el horizonte.

Para un hombre de mi generación, nuestro siglo ha, sido un largo combate intelectual y político en defensa de la libertad: primero, en favor de la República Española, abandonada por las democracias de Occidente; después, en contra del nazismo y el fascismo; más tarde, frente al estalinismo. La crítica de este último me llevó a un examen más radical y riguroso de la ideología bolchevique. Desde hace más de 30 años rompí con el marxismo-leninismo. Al mismo tiempo empecé a descubrir -mejor dicho, a redescubrir la tradición liberal y democrática. En algún momento sentí atracción hacia el pensamiento libertario; aún lo respeto, pero mis afinidades más ciertas y profundas están con la herencia liberal. Con todos sus innegables defectos, la democracia representativa es el único régimen capaz de asegurar una convivencia civilizada, a condición de que esté acompañado por un sistema de garantías individuales y sociales y fundado en una clara división de poderes. Pienso, finalmente, que las nuevas generaciones tendrán que elaborar pronto una filosofía política que recoja la doble herencia del socialismo y el liberalismo.

Asistimos ahora a la quiebra de la última ideología con pretensiones absolutistas. En 1917, los líderes bolcheviques prometieron enterrar la democracia representativa, que les parecía una fachada de la opresión capitalista y de la agresión imperialista. Ahora presenciamos el entierro de su ideología. Los enterradores no son sus rivales de Occidente, sino sus descendientes y sus víctimas: los pueblos soviéticos y de Europa central.

En América Latina vivimos también el ocaso de las dictaduras militares. Primero fue en Argentina, Brasil y Uruguay. Más tarde, el general Pinochet se ha visto obligado a dejar el poder después de unas elecciones democráticas libres. En la pequeña Nicaragua, un grupo de revolucionarios había confiscado la revolución popular que derrocó al tirano Somoza y se propuso establecer un régimen afín al de Cuba. Ahora, otra vez en elecciones libres, el pueblo ha elegido a una candidata de la oposición democrática, Violeta Chamorro. En México se han dado avances hacia el pluralismo democrático; debemos insistir para que la transición pacífica hacia una democracia moderna prosiga y se acelere. En suma, con algunas excepciones -la más notable y flagrante es la de Cuba-, nuestra América comienza a ser un continente de pueblos libres. Es verdad que la pobreza nos ahoga, pero ahora sabemos que la libertad -aunque no es una panacea universal, como el bálsamo de Fierabrás para Don Quijote- es un camino hacia la prosperidad. El desarrollo económico no se realiza por decreto de un césar revolucionario ayudado por una policía poderosa y un tribunal de inquisidores; la economía es un campo, como la política y la cultura, en donde se despliega libremente la inteligencia, el esfuerzo y la voluntad de los hombres.

Al hablar de la libertad pienso, como todos ustedes, en un hombre que desde hace años la encarna con dignidad, coherencia y valentía: Mario Vargas Llosa. Le conozco y admiro desde hace muchos años. Primero me interesó el escritor, autor de admirables novelas; después, el pensador político y el combatiente por la libertad. Cuando hace dos años me confió su decisión de aceptar su candidatura a la presidencia de Perú, confieso que mi primer impulso fue disuadirlo. Pensé que perderíamos un gran escritor en una lucha dudosa e incierta como todas las luchas políticas. Estaba equivocado: un hombre se debe a sus convicciones. El poeta Heine dijo alguna vez que prefería ser recordado no por su pluma y sus poemas, sino por sus combates en defensa de la libertad. Estoy seguro de que mañana nuestros hijos y nietos recordarán a Mario Vargas Llosa, al novelista, al creador de mundos tan reales y fantásticos como la realidad misma, pero igualmente al combatiente civil y al demócrata. Saludo en él a la rara síntesis de la imaginación literaria y la moral pública.

Octavio Paz es poeta y ensayista mexicano.

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