Criterios para un ambiente sonoro
Detesto la música en la calle, pero me gusta en los bancos, grandes almacenes, cafeterías y hasta donde trabajo, con tal de que sea soportable, es decir: decente -por lo menos la calidad de los standards americanos- y que deje hablar. Justo lo contrario de lo que hacen las discotecas.Pero no por tanta música la sociedad lleva mejor camino de entenderla. Esos medios no tienen que ver con la cultura en el sentido fuerte.de la palabra, como no hay relación entre ella y los sillones: son confort, decoración y seducción de la clientela. El oyente inocente o perverso no gana formación musical -y con lo que ponen casi siempre en los locales públicos y en la radio, más fácil es ganar deformación del gusto y del oído- Pero tampoco le va tan bien como cree en determinados conciertos: orquestas que suenan mal, directores que no entienden la Sexta sinfonía, pianistas que desarticulan la sonata de Liszt.
El ambiente sonoro actual es a menudo exasperante. El ruido es hoy uno de los Ideales provisionales de la humanidad, bien repartido entre los acondicionadores de aire, las discotecas y las motos de destrozar montes. La gente va tanto a las discotecas porque la inmensa mayoría no tiene nada que decir, y de todas formas no se oiría (lo cual, como se sabe por la política, es un problema general). La música es un fenómeno social magno, aunque sea mala e incluso distinguiendo sonoro de musical, porque la técnica -que manda siempre- la ha hecho universal, la ha puesto al alcance de cualquiera.
Vean además la actual adicción por la ópera entre los que quieren parecer cultos como un modo más de trepar por la pirámide socio-económica de Bourdieu. Hoy -en las sociedades desarrolladas y en las atrasadas- pueden pavonearse todos, en el teatro, y en casa con el tocadiscos, de pertenecer al mundo de la cultura, de compartir los bienes del espíritu y los gustos elevados. Si aprendieran, sin embargo, verían que esa música y ese teatro no son más que espectáculo: festivales del Ayuntamiento, ecos de sociedad, y no fenómenos culturales en el sentido fuerte. No basta hacer colas y apretujarse: eso es sólo agitación y no esfuerzo intelectual.
Hay que escuchar con criterio férreo y sin manías, y leer con espíritu crítico. Si se quiere saber para uno mismo, se acaba aprendiendo con esfuerzo y gozo. En esto de la música sería mejor estudiar solfeo, armonía y contrapunto, pero no es indispensable y a veces es tarde. Erroll Garner nunca supo leer una partitura, y al revés: hay intérpretes que nada entienden de música (a veces ni siquiera lo que tocan) y dan por el mundo celebradísimos conciertos clásicos.
Se podría empezar escuchando la Quinta por Erich Kleiber (el padre, no el hijo) o por Furtwängler y comparándola con la Júpiter por Walter, y después por Böhm, si se tiene bastante afición como para comprar dos veces la misma sinfonía. Y leyendo la Sociología de la música, de Adorno. Tampoco vendrían mal los ensayos de Eco sobre el mal gusto en Apocalípticos e integrados y algún capítulo de la olvidada Teoría de la clase ociosa, de Veblen.
Discoteca racional
Formar una discoteca racionalmente -sobre todo si es básica- no es como coleccionar sellos. Si uno no se deja impresionar por las pocas líneas de pentagrama ni presta fe a la discografía que viene como anexo en la edición española, quizá lo más serio fuera empezar por el repertorio de la Introducción a la música, de Boyden, porque está bien hecho y es un concepto indispensable que se está perdiendo. Y, lo que es más sensato, el Dictionnaire des disques, de Diapason, o la Penguin guide to discs, con los que sin duda se puede discrepar. Sobre todo, discos así escogidos de Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert, y alguna denostada sinfonía de Schumann por Furtwängler, y Kind of blues, de Miles Davis.
Prestar atención al contrapunto y a la polifonía de Mendelssohn (que se perciben antes de saber lo que son), al ritmo y los timbres de La consagración de la primavera, a las voces de Wunderlich y Ludwig en El canto de la tierra y escuchar casi todos los días alguna pieza del Clave bien templado (mejor por Leonhardt) tampoco está mal.
Las voces han sido una de las modas de los ochenta, y parece que durará; la manía del barroco aumenta, y sólo los ignorantes pueden creer que MahIer o, mutatis mutandis, Bruckner, con los que nos cuecen los oídos, han compuesto lo mejor de los siglos. Pero hagan caso: concéntrense en la música sinfónica y de cámara clásica -que es como se aprende- y olvídense de los instrumentos originales. No hace falta comprar música vocal en general u ópera en particular (quizá algo de Mozart), porque en Radio 2 casi no ponen otra cosa. Es un mal asunto para la educación musical y para los nervios, pero los oyentes no quemarán la emisora -y los locutores podrán seguir ensartándonos sin aprensión ni descanso.
La nueva edición del Berendt es aún más oportunista, y sigue siendo lo mejor para el jazz. Y quien halle tiempo que perder que lea con ojo despiadado el Doctor Fausto, porque es un mal libro, una novela casi inexistente con la que se aprende música a costa de los plagios de Thomas Mann a Schönberg, Adorno y Bruno Walter. En fin, la interpretación es importante y -si es muy mala o muy buena- a veces es decisiva. Pero no se desanimen. Hay que comprar, desde luego, el Segundo concierto de Rachmaninof (por Richter, claro), todas las sinfonías de Mahler, incluso algún disco de Karajan y muchos clásicos populares que los dioses confundan, porque no es así como se aprende lo que es música.
Babelia
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