Príncipe de tinieblas
Si cada generación tiene su vampiro (y sin duda debería tenerlo), tras el enigmático Nosferatu de Murnau y el Drácula promordial de Bela Lugosi viene nuestro conde colmilludo, que es Christopher Lee. Lugosi era un espectro refinado y vicioso; Christopher Lee propuso un demonio carnívoro, con ímpetus brutales hacia los jugos de la vida. Lugosi hizo hablar al vampiro, con su acento exótico y ultraterreno; Christopher Lee le hizo gruñir y consiguió sobresaltarnos de veras.Por lo demás, Christopher Lee ha llevado con eficaz sobriedad y algo de secreto humor (recuérdese su papel en El hombre de mimbre) el destino cinematográfico impuesto por su físico ominoso. Le debemos algunos papeles secundarios nada desdeñables, como el de Rochefort tuerto en Los tres mosqueteros de Lester o El hombre de la pistola de oro contra James Bond / Roger Moore. Con su colega Peter Cushing formó durante años un tándem artístico que en el género de terror fue algo así como el de Walter Matthau y Jack Lemmon en la comedia. Su momento más glorioso lo tienen quizá en una producción rodada en España, Pánico en el Transberiano. En un tren maldito todos los viajeros se van convirtiendo en monstruos y Christopher, alarmado, comenta: "El próximo puede ser cualquiera, incluso usted o yo"; Cushing descarta la hipótesis con un sobrio "nosotros no, porque somos ingleses".
Bienvenido seas, Christopher Lee, amigo tenebroso de tantos ingenuos escalofríos.
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