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Cuando se 'matanza' la música

El autor analiza mediante una fábula la razón que mueve a vecinos y autoridades a tomar medidas contra los locales de música en directo. Por la misma razón por la que se recrimina a la música noctámbula, alguien podría denunciar el ruido de las máquinas excavadoras, de los coches o de las campanas de la catedral.

Las autoridades ejercían una intransigencia progresivamente más drástica sobre los locales nocturnos de la ciudad que programaban actuaciones musicales en directo. Bien es cierto que no sólo por su propia iniciativa, sino también por la presión de constantes denuncias promovidas por una vecindad recalcitrante. El tope permitido a los decibelios fue bajando ostensiblemente, forzando uno a uno el cierre de chiringuitos y antros, discotecas y salas de fiestas, hasta alcanzar la normativa a los restaurantes que contrataban pianistas o violinistas para ofrecer ambiente embriagador a sus clientes. Los municipales actuaban rigurosos, apoyándose en pliegos y ordenanzas de muy diverso y oscuro origen.Semanas más tarde, en una de las buhardillas que se asomaban a la plaza de la catedral, Enrique seguía sin entender que su riesgo hostelero por aportar a la noche una salida artística hubiera terminado con un precinto de siete sellos. A la mañana de un domingo con algarabía callejera, las campanas eclesiásticas le despertaron, no sólo de su reposo nocturno, sino también de su pesadilla, sintiendo que acababa de encontrar un camino legítimo para el contraataque.

En el puesto de la policía preguntó en qué debía fundamentarse una denuncia por molestia de ruidos. Diciéndole que denunciable era todo aquel sonido fuera de lo común que se repitiera periódicamente, le dieron vía libre para denunciar a los dueños de la catedral, dado que todas las mañanas de domingo se sentía atacado por el retumbante tañido de las campanas, amén de los sones que hora a hora le sobresaltaban.

Las exclamaciones siguientes referidas a que se trataba de la iglesia, que es un bien público, etcétera, no consiguieron que Enrique se amedrentase, manteniendo con cerrazón su derecho. Así se hizo. Y la denuncia quedó tramitada.

Aparcamiento

Dos semanas antes de que el tema se tratara en el Pleno del Ayuntamiento, y expectantes ya todos los medios de información, justo en la plaza debajo de su balcón, se iniciaron obras para la construcción de un aparcamiento que aliviara un tanto la presión automovilística de la zona. Enrique volvió a presentarse ante los policías de guardia y les explicó que su nueva denuncia iba encaminada contra el tableteo infernal de las máquinas que horadaban el suelo.

En el mismo Pleno se trataron los dos temas, organizándose un virulento enfrentamiento entre concejales, al que se sumaron periodistas y público en general. Unos considerando una locura tales planteamientos y considerando las consecuencias que la sentencia podía tener, y otros alentando la postura defendida por Enrique de juzgar todo hecho por el mismo rasero.

"¿Acaso por el día se tiene más derecho a hacer ruido?". "Molesta al vecino poner a las cuatro de la mañana el tocadiscos, pero ¿no estará molestando igualmente al ponerlo a las siete de la tarde o a las once de la mañana, si quien vive entiende la noche y el día de otra manera?". "¿Acaso hay ruidos molestos pero necesarios, y otros molestos pero imperdonables? ¿Quién posee la ética de condenar unos a unas horas y consentir otros a otras?".

Las campanas finalmente enmudecieron, para placer de muchos noctámbulos, y la obra tuvo que aplazarse hasta que no se descubriera un silenciador para la maquinaria de obras.

Se había prendido una mecha con energía atómica.

Los funcionarios no daban abasto, atendiendo colas de gentes que llegaban para denunciar el ruido de los coches, las televisiones de bares y tabernas, del camión de la basura, los silbatos de guardias de la circulación, a las verduleras y fruteros del mercado.

Trayectos clandestinos

Y así los coches no circulaban salvo en trayectos clandestinos el mercado se pareció a una misa de cuchicheos sin cura parlanchín. El Ejército se quedó sin poder probar sus nuevas armas, y la instrucción se redujo a los cuarteles alejados de la ciudad, y habiendo tomado previamente medidas precautorias.

Las más dignas autoridades no entendían nada; sin embargo, sus asesores mantenían que era una consecuencia inevitable de sus propias legislaciones.

"¿Por lo de los locales?". "También".

Las gentes dejaron de hablar por miedo a que otro vecino pudiera detectar urja subida de decibelios y pasase a denunciar. Todas las obras tuvieron que paralizarse, y como los arreglos no podían llevarse a cabo, la ruina comenzó a reinar por doquier. Nadie podía poner un clavo. Por la noche, las mujeres con tacones tenían que andar descalzas para que sus pasos no resonaran. Sólo se utilizaba el teléfono si se tenía la intención de poner en un apuro al otro.

Y así pasaron meses.

Incluso hubo quien denunció al viento, por lo que le tuvieron que cortar el paso por la ciudad. Apenas susurros, movimientos lentos y cuidados. Hasta silencio espectral.

Entonces Enrique distrubuyó octavillas con una proclama que entregó también a las autoridades.

"Todo el presente caos comenzó cuando quisisteis terminar con la música. Sólo os queda una posibilidad: volver a ella".

Las autoridades locales se intercambiaron guiños, muecas y gestos con los que todos entendieron que era preciso reorganizar la ciudad sobre otra ética de ruidos y sonidos.

Y se reabrieron locales donde sonaban guitarras y pianos, baterías y voces que cantaban el nuevo descubrimiento.

"Si se soportan ruidos absurdos, ruidos mercenarios, incluso destructores, que se aprenda a soportar la música de un local donde se trabaja la creación".

La ciudad recuperó su ritmo y su alegría porque se había vencido la amargura, la cerrazón y la tristeza.

es escritor y copropietario de un local nocturno.

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