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Todos contra Maggie

El rechazo social obliga a la primera ministra británica a mantener una resistencia numantina

Richard MacMillan, octogenario; Florence Smith, nonagenaria, y James Woolgar, en torno a los 40, han alcanzado indeseada popularidad en los últimos días en el Reino Unido. Son tres de los miles de casos en los que la política de Margaret Thatcher hace agua, y ejemplo, con nombre y apellidos, de una impopularidad que ha obligado esta semana a repetir en varias ocasiones a la primera ministra que no piensa dimitir. Thatcher cuenta con el rechazo de más de la mitad de la población, pero ella, que no es extraña a situaciones parecidas, dice que sigue. Mientras, en las filas conservadoras es cada vez más perceptible un creciente malestar, y sombras hay que denuncian a alguien haciendo el ademán de llevarse la mano a la daga.

MacMillan, ex corresponsal de guerra, ha entregado en el palacio de Buckingham su Orden del Imperio Británico en señal de protesta contra el poll-tax, el impopular nuevo impuesto municipal que ha provocado por todo el país manifestaciones y algaradas callejeras de violencia. Smith tiene que recurrir a la ayuda económica de su hija para pagar las 210 libras semanales que le cuesta el asilo. El Gobierno se negaba a incrementar las 200 libras de pensión que le entrega cada semana, como a decenas de miles de otros pensionistas, y ha tenido que ser forzado a reconsiderar su posición por una derrota en la Cámara de los Comunes, primera en la actual legislatura, a manos de una oposición reforzada con 32 parlamentarios conservadores que no pudieron aceptar unas cláusulas desalmadas de la ley sobre Sanidad y Seguridad Social. Woolgar era un representante de la masa de trabajadores cualificados que vivieron a fondo el sueño thatcheriano de riqueza individual y que, al frente de la desconfianza económica, se han despertado con una mano delante y otra atrás.MacMillan y Woorland ponen carne y hueso a los dos problemas inmediatos que han llevado a Thatcher y a los conservadores a simas de rechazo popular que no convierten en improbable una victoria laborista en los próximos comicios, a celebrar antes de junio de 1992.

La primera ministra ha encontrado la horma de su zapato con la reforma del impuesto municipal. La contribución urbana -rates- la pagaban hasta ahora sólo los propietarios en función del valor de la finca, un sistema unánimemente criticado, cuya reforma ha aprovechado Thatcher para estrechar aún más su control sobre los ayuntamientos, al obligarles a dividir la fracción de presupuesto local que no cubre el Gobierno central en partes iguales entre todos los mayores de 18 años que habitan en el municipio. Se dan así casos como el de MacMillan y su mujer, que pagaban del orden de las 400 libras anuales (70.000 pesetas) por su modesta vivienda rural en Berkshire y a partir del 1 de abril, día de las inocentadas en el Reino Unido, van a tener que abonar casi 1.000 (177.000 pesetas). Familias que no pagaban rates porque no eran propietarias de la vivienda que ocupaban se ven ahora cargadas con un impuesto que en Haringey, el municipio londinense que tiene el poll-tax más alto del país, supone 572,89 libras per cápita (100.000 pesetas).

Una injusticia

En la ley hay medidas para subvencionar los casos más flagrantes, pero nadie va a escapar al pago, total o parcial, del poll-tax, que pocos dejan de ver como una injusticia que descarga su peso por igual en todas las espaldas, sea la endeble del pensionista o la musculosa del aristócrata más rico del país, el duque de Westminster, que va a abonar por su residencia palaciega de Eaton Hall del orden de las 850 libras (150.000 pesetas) cuando hasta ahora venía pagando 12 veces más.

En Escocia, donde el poll-tax entró en vigor hace un año, los ayuntamientos están teniendo dificultades en cobrarlo, con uno de cada seis adultos firme en su negativa a pasar por el aro, pro porción que en Glasgow sube hasta el 30%. El nuevo impuesto, además, genera una tremenda y onerosa burocracia, en la que en estos primeros momentos hay que incluir a inspectores como los que en Birmingham intentan identificar a vecinos que cumplimentaron sus formularios de inscripción como Mickey Mouse o reina Victoria, en un intento vano de escapar al pago. No pagar supone ser embargado.

Los empresarios están lejos de ser felices con la marcha de la economía, aplastada por un déficit comercial y de la balanza por cuenta corriente que tiene a la inflación por la nubes y a la libra por los suelos. El motto del Gobierno de Thatcher podría ser Todos contra la inflación, consigna que ella repite sin parar ante una nación que no sólo no ve el efecto del conjuro, sino que recibe noticias de que la carestía de la vida va hacia el 9%, anual. Para combatir ese dragón, la primera ministra emplea el arma de los tipos de interés, ya en el 15%, que causa daño sin atajar el mal que quiere eliminar. Woolgar, que voto por Thatcher en las dos pasadas elecciones, no va a volver a hacerlo: la primera ministra se está alejando a ojos vista del imprescindible apoyo de quienes andan empeñados en la compra de vivienda.

En estas condiciones, nada tiene de extraño que los británicos estén deseando perder de vista a la que consideran la fuente de todos sus males. La repulsa lleva casi un año creciendo sin parar, y el Partido Conservador empieza a dar muestras de nerviosismo. Hay rumores, rápidamente desmentidos, de que destacados miembros del Gobierno están planeando la descabalgadura de la dama de hierro, y voces respetadas en el seno del partido, como la del venerable lord Whitelaw, han tenido que saltar a la palestra pidiendo disciplina, algo inaudito en las filas tories.

El chaparrón que les espera el próximo jueves en una elección parcial en el centro del país -que tiene todos los visos de convertirse en una victoria laborista de las que hay pocas en los anales- va a oxidar aún más el hierro de Thatcher. Dos días antes, John Major, ministro de Hacienda, habrá presentado un presupuesto que se presume será una píldora amarga: los conservadores tienen que hacer en el poco tiempo que les queda algo que antes de los próximos comicios les permita soltar amarras y sonreír al electorado, con una inflación que deberá andar en torno al cuatro por ciento y unos tipos de interés bien por debajo del diez por ciento si quieren sobrevivir.

Mientras tanto, Michael Heseltine, ex ministro de Defensa, sigue construyendo día a día su candidatura por todo el país y se ofrece como la única alternativa a la primera ministra.

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