La mañana
En una especie de abanicos de cartón colgaban las orejas con la sangre coagulada de los toros. Escrito a mano se leía dónde fueron conseguidas tal tarde de abril por aquel torero. El dueño del tenderete repetía muy serio que aquello eran piezas únicas para las peñas de aficionados.La multitud se apiña, por las mañanas, desde bien temprano, en los alrededores de la plaza. No importa que las taquillas permanezcan cerradas o que anuncien la imposibilidad de conseguir entradas. Aguantan horas y horas de pie. Forman, los varones, pequeños corros que los turistas miran ensimismados como parte indisoluble del espectáculo que se avecina por la tarde. Sin más parecido con las Fallas que el hecho de que estén plantados, este gentío se convierte, cada año, en el primer anuncio de las fiestas.
Trajeados con pajarita y sombrero, pedigüeños, ganaderos venidos desde pueblos lejanos para arrimarse al ambiente de los toros en mayúscula merodean tras las rejas de la plaza. Aunque en sus rostros apenas se nota crispación, con su espera participan, a su modo, de lo que se vivirá en la arena pocas horas después. Dicen amar la fiesta de los toros y, seguramente, sus disputas siempre versarán sobre aquella faena tan gloriosa o sobre aquella otra tan indignante del matador equis al que unos denostarán para enfado de la otra parte.
Algunos se asoman y miran, atraídos incluso por el aspecto del ruedo vacío. A la espera de lo que suceda en la corrida, con su presencia, impenitente, parecen ejercer así la concentración y reflexión previa que, dicen, merece un toro de envergadura.
La mañanas falleras se diluyen entre ellos poco a poco a medida que se acerca la hora. Las cinco de la tarde.
Babelia
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