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Un vitalista insaciable

Hace meses, cuando Juan Antonio Vallejo-Nágera se enteró de que su muerte era inminente, se desconcertó por completo. Durante días estuvo en estado de rebelión desesperanzada contra la intolerable confidencia recibida de su médico de que, de pronto, a todos sus proyectos personales, a todas sus fantasías, les había sido puesto un plazo fijo e insoportablemente breve. La injusticia de semejante condena desmoraliza por fuerza a cualquiera y más, a un creador constante que necesita de proyección futura para concebir.Luego, sus hijos y algún amigo muy cercano le convencieron de que tan sórdido plazo no merecía más respuesta que acabar con lo que tenía entre manos. Era cierto que el cáncer le robaba el derecho a ilusionarse; no le había quitado, sin embargo, la capacidad de cerrar su ciclo, de completar su obra, de mantener hasta el final su discreta sonrisa entre incrédula y cansada. Y Vallejo-Nágera lo hizo; adquirió así en sus últimos meses de vida una dignidad luminosa.

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Todo le interesó. Todo le llenó. Y probó cuanto estuvo a su alcance. Con los puños de una chaqueta de lana elegantemente remangados sobre la camisa de seda, nunca pareció un "dandy", sino un prestidigitador discreto que transforma en fantasía lo que toca con las manos. Disertaba apasionadamente sólo de música -sobre todo de ópera-, probablemente porque creía que el sonido es lo que más bellamente puede recrear al espíritu. De todo lo demás, hablaba con discreción, con la timidez insegura del hombre tremendamente culto que quiere no ser pedante. Le oí leer un capítulo de la novela con la que ganó el premio Planeta, "Yo, el Rey", en un precioso salón de una finca cercana a Toledo. Es típico que lo que le divirtió de veras fue tener de ayudante a Nati Mistral que leía bullanguera los diálogos femeninos.

Pintar, pintó, aprendiendo solo. Bajaba la vista con cierta modestia cuando se hablaba de su arte, porque lo que le gustaba era mirar la pintura de los demás. Curar, curó escudriñando en el fondo del alma de sus pacientes con bondad. Él, que de pequeño tuvo dificultades para hablar, acabó entreteniendo a miles de personas hablando con sencillez, simpatía y refinamiento.

Vallejo-Nágera tenía una inagotable capacidad de renovar su ilusión por algo núevo, por una cosa que le resultaba completamente distinta, por toda idea capaz de provocar su sonrisa. Todo lo hizo con una pasión siempre apacible. Por eso, el hombre que murió anteayer de cáncer a los 63 años de edad era, en realidad, extraordinariamente joven.

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