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Tribuna:LA INVESTIGACIÓN EN ESPAÑA
Tribuna
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CSIC: las claves de una crisis

La crisis laboral y profesional que agita estos días al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) traduce -más allá de sus causas inmediatas, a las que no son ajenas las formas arrogantes de su dirección- un mal de fondo de nuestro sistema público de ciencia y tecnología que los legisladores no supieron abordar al elaborar la ley de Ciencia de 1986.En primer lugar, la ley consagra por omisión la anacrónica y florida diversidad de cuerpos de funcionarios y carreras de investigación o actividades conexas con la investigación en los Organismos Públicos de Investigación (OPI), los cuales, junto a la Universidad en su vertiente investigadora, constituyen la infraestructura de investigación estatal, sobre la que reposa la ejecución de los programas nacionales.

Las cifras hablan por sí solas del galimatías existente en el tema de personal. Sólo en el CSIC existen ocho escalas de personal de investigación, de las que tres -que engloban al llamado personal científico- son equiparables por historia y titulación con los profesores de universidad. Ello les permite -no sin conflictividad, como pudo verse el pasado otoño- beneficiarse de las mejoras salariales de este colectivo que siempre ha estado política y socialmente mejor considerado. Las otras cinco escalas, pese a su imbricación funcional en la producción científica y técnica, son sistemáticamente discriminadas a la hora de aplicar mejoras retributivas; lo mismo ocurre con el, personal laboral y las escalas administrativas y de gestión técnica. Aquéllos se rigen por convenios laborales específicos, mientras que éstas siguen el rumbo de la Admin:istración central.

La resultante inmediata de este desaguisado son las convulsiones que periódicamente y en cadena agitan al CSIC cada vez que el ministro de turno logra mejorar el sueldo del profesorado universitario. Algo a lo que no tiene acceso el personal investigador de otros OPI -convidados de piedra en estas luchas por mejoras salariales, al amparo del cobijo ministerial común al CSIC y Universidad. Para completar el caos de personal, cada OPI ha elaborado por separado su propio catálogo y relación de puestos de trabajo sin que haya habido el menor intento de homogeneizar criterios entre funciones, niveles retributivos y asignación de complementos. De esta manera, la ley de la Función Pública ha venido a consolidar los problemas y disfunciones cuya corrección no supo abordar la ley de Ciencia. Una situación incomprensible desde la perspectiva de esta ley, que exige medidas urgentes para garantizar la movilidad del personal investigador entre diferentes OPI. Lo cual es materialmente imposible con la estructura actual, en la que sólo tiene cabida el sistema tradicional de las excedencias.

Por lo que respecta al CSIC, esta falta de criterios, unida al alejamiento de su dirección de los problemas diarios de los centros, ha conducido a un catálogo de puestos de trabajo arbitrario, que aumenta y prima los puestos de designación directa de alto nivel, mientras que discrimina y agravia a otros -como personal de talleres, almacén, administración y otros servicios generales- cuya actividad es fundamental para el mantenimiento de la actividad científica de los centros de trabajo. Esta situación subyace en buena parte de la conflictividad actual y amenaza con prolongarla en ausencia de una revisión del catálogo, anunciada como inminente pero que nunca llega.

La otra gran laguna de la ley de Ciencia es la ausencia de toda referencia a las grandes líneas de organización y funcionamiento de los OPI, cuya eficacia está condicionada por una Adrainistración burocratizada e insensible a los problemas especíl5cos de la investigación científica. Esto se manifiesta en lo relativo a la gestión económica por una falta de flexibilidad presupuestaria y agilidad interventora que anulan la iniciativa de la dirección y frustran al investigador, impidiéndoles que actúen con libertad ante la sociedad.

Reglamento retrógrado

En lo organizativo, la presión de la Administración se traduce en una tendencia compulsiva a la burocratización y dirigismo -arropados como siempre bajo la invocación de la eficacia- que tan mal se compadece con la necesidad de liberar el potencial creativo que los centros de trabajo y equipos de investigación, tal como lo exige la cambiante situación creada por la irrupción de las nuevas tecnologías. Esto se está viendo en el CSIC, donde se quiere imponer un reglamento, retrógado con respecto al vigente, que desprecia la eficacia de la participación y la crítica en el seno de una comunidad como la científica, basada en lo que Merton identificó como el "escepticismo organizado".

La crisis del CSIC es pues más profunda de lo que aparenta y traduce la existencia de importantes disfunciones que necesitan urgente corrección para situarnos en condiciones óptimas de competitividad científica y tecnológica. Si la ley de Ciencia supuso un fuerte impulso desde la superestructura, reclutando y canalizando más recursos económicos hacia la investigación programada, procede ahora abordar las necesarias reformas en la infraestructura, especialmente en lo que toca al personal que es el primer y principal activo de un OPI, del que depende su utilidad y rentabilidad social.

Para ello quizá sea necesario dar un paso decisivo en la institucionalización de la ciencia, con la creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología que sustituya la imperfecta concertación interministerial y aborde el establecimiento de un marco homogéneo para la organización de los OPI y el estatuto de su personal, sobre las grandes líneas trazadas por nuestra propia experiencia y la ensefíanza de los países de nuestro entomo más próximo. La anunciada remodelación ministerial que se pretende proyectar hacia el Acta Cnica europea puede ser la oportunidad histórica para la homologación internacional de nuestro sistema público de ciencia y tecnología.

Ángel Pestaña ha dimitido de la dirección del Instituto de Investigaciones Biomédicas del CSIC.

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