Los Presupuestos Generales del Estado
LA PRESENTACIÓN de los Presupuestos Generales del Estado para 1990 se ha retrasado considerablemente como consecuencia de las elecciones legislativas de octubre, cuya preparación coincidió con el período en el que normalmente deberían haberse discutido. Desde el punto de vista de la regulación coyuntural, el presupuesto constituye un arma esencial en la definición de la política económica del Gobierno; por ello, la primera pregunta que puede hacerse a los nuevos presupuestos es la de saber cuál será su incidencia sobre la actividad económica. Desde esta perspectiva, la intención oficial consiste en reducir el déficit del Estado hasta un 1,6% del producto interior bruto (PIB).En el documento de presentación del presupuesto se identifican la inflación y el desequilibrio exterior como dos de los principales problemas de la economía, por lo que resulta interesante intentar averiguar en qué medida contribuyen los presupuestos presentados a la superación de estos desequilibrios.
La respuesta que se deriva de una primera lectura del documento es que la contribución de la política presupuestaria será, en el mejor de los casos, moderada, ya que si de lo que se trata es de frenar el crecimiento de la demanda interna, la reducción del déficit debería haber sido bastante más significativa. De hecho, las previsiones oficiales que acompañan al documento estiman que la reducción de la demanda interna será de algo más de dos puntos y medio, hasta situarse en el 5,1 % para el conjunto del año, mientras que el déficit exterior, medido según las definiciones de la contabilidad nacional, debería situarse, siempre según las estimaciones oficiales, en un 3,4% del PIB, frente al 2,8% de 1989.
Expansión-restricción
Por lo demás, la combinación de una política presupuestaria moderadamente expansiva con una política monetaria marcadamente restrictiva no es la mejor de las opciones posibles, y probablemente no sea la más deseable. El coste implícito de esta política consiste en unos tipos de interés elevados, una peseta sobrevalorada y un déficit exterior que permanece en cotas difícilmente soportables y que amenaza, si se prolonga, con trasladar una fuerte carga de endeudamiento a las generaciones venideras. Aunque el déficit presupuestario no está directamente ligado con el déficit exterior, la reducción del segundo requiere la disminución del primero en unas proporciones bastante más elevadas que las inicialmente proyectadas.
Es posible que la justificación global de las cifras presupuestarias haya que buscarla en los límites políticos impuestos por las necesidades de la concertación; desde esta perspectiva, el precio pagado no parece excesivo, si bien cabe plantear para futuros encuentros la conveniencia de tener en cuenta con mayor rigor las necesidades económicas globales. De nada serviría proteger a determinados colectivos si el precio de la protección significase, a término, la pérdida del empleo de una parte de la población ocupada o la constitución de una deuda que tuviese que ser abonada por sucesivas generaciones. Por todo ello, cada vez parece más conveniente que la discusión presupuestaria, al menos en sus aspectos más generales, aborde estos problemas que conciernen a todos los españoles, y que lo haga desde la perspectiva del debate político y económico en el que los tecnicismos dejen paso a las explicaciones inmediatas de un futuro que parte condicionado en buena medida por lo que se discuta y apruebe.
La segunda cuestión que cabe plantearse es la de las prioridades en el gasto público: del análisis de las partidas presentadas parece deducirse como prioridad implícita el gasto en infraestructuras, justicia y educación. Los gastos en defensa serán comedidos, y los de sanidad crecerán por debajo del promedio. Se trata de unas prioridades que parecen razonables, salvo, tal vez, el gasto en sanidad. Para la deuda pública se prevé un aumento moderado, del 10,1%, lo que no parece congruente con el carácter restrictivo de la política monetaria, que necesariamente implica un aumento de los tipos de interés y, por consiguiente, un encarecimiento mayor del previsto de la financiación de la deuda del Estado.
El Gobierno, tras haber elegido una senda de ajuste que otorga a la política monetaria un marcado protagonismo, debería haber extraído las consecuencias de esta decisión y plasmarlas en el capítulo correspondiente de los presupuestos.
En cuanto a los ingresos, la previsión inicial apuesta por un aumento inferior al del crecimiento nominal del PIB, por lo que se reduciría ligeramente la presión fiscal global sobre la economía. Es una buena noticia para los contribuyentes, que verán, sin embargo, con preocupación una corrección monetaria del baremo del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) de sólo un 5%, cuando la inflación correspondiente a 1989 fue bastante superior a esa cifra, concretamente el 6,9%. Tras la sentencia del Tribunal Constitucional, toda la tributación directa atraviesa por un período de transitoriedad que no sería conveniente prolongar en exceso. Desde este punto de vista, el reproche que puede hacerse al presupuesto presentado es el de su carácter continuista, aunque hay que reconocer que las circunstancias de su elaboración y el carácter atípico del período en el que se ha presentado han dificultado los avances en el proceso de reforma de la imposición directa.
Debate parlamentario
La discusión del presupuesto podría servir para intentar explorar las posibilidades de convergencia entre los distintos partidos en una cuestión que interesa directamente al conjunto de los ciudadanos y en la que sería muy útil escapar a las tentaciones de la demagogia. En este sentido, el hecho de que el principal partido de la oposición decidiera que sea su líder, José María Aznar, quien defienda las críticas a los presupuestos permite intuir que le confieren una importancia esencial, como así es en efecto. Que el debate consiga trascender el marco de los expertos para interesar a la mayoría depende también de la capacidad de transmitir a los más los distintos conceptos de la organización social y económica que encierra el cúmulo de datos, previsiones y porcentajes de los tan mencionados presupuestos. Ello permitiría además superar el tono excesivamente trivial por el que parece transcurrir la política española más reciente.
Tal vez el cambio de calendario ayude a mejorar la discusión de los puntos esenciales del presupuesto, de sus prioridades y de la influencia que éste pueda tener sobre la evolución económica. La novedad introducida este año, que consiste en comparar los ingresos y gastos previstos en 1990 con los realizados en 1989, no facilita el análisis, ya que las desviaciones que se registran entre los datos iniciales y los finales suelen ser bastante importantes.
El Gobierno ha anunciado su intención de plegarse estrictamente a las cifras presentadas, pero aun así subsisten fuentes potencialmente importantes de desviación, como, por ejemplo, los créditos extraordinarios. Es cierto que el deseo de mantenerse dentro de los límites contenidos en el presupuesto se ha visto reforzado por la decisión de no recurrir al Banco de España para la financiación del déficit, de tal manera que la conjunción de ambas decisiones introduce un mayor rigor en la gestión presupuestaria. Será preciso el paso de los meses para poder determinar en qué medida las buenas intenciones ahora expresadas se reflejan en la práctica cotidiana de las administraciones públicas.
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