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El escritor y su visión del dinero

A partir de la reclamación de Tom Wolfe de que es preciso volver al realismo en la novela, la autora de este artículo subraya que "no es posible escribir novelas en 1990 como si James, Proust, Joyce, Faulkner o Káfka no hubieran existido". Además observa que "el dinero mantiene sujeta una novela: elimina la tentación hacia las falsas autobiografías" y evita que el novelista se vuelva "piadoso".

He titulado mi última recopilación de ensayos Horse trading and ecstasy [Extasis y chalaneo, editado por Muchnick en España]. El éxtasis bien puede valer una misa, pero el chalaneo es el elemento que hace que vivamos nuestras vidas con los pies sobre la tierra: la combinación de ambos crea el divino mundo de la novela.Mientras completaba el libro, mi mente se adelantaba a saltos hacia la terminación de mi novela sobre Nueva York, Smart hearts in the city (Corazones listos en la ciudad): durante años he querido hacer una novela que rezumara dinero. ¿Por qué el dinero? ¿Qué entiendo "por dinero en la novela"? Hablo de especificidad en la descripción de mis personajes. El dinero mantiene sujeta una novela: elimina la tentación hacia las falsas autobiografías y evita que el novelista se vuelva superficialmente grandioso, piadoso o redundante. Como el viento frío, es bueno para uno. Cuando siento que me estoy poniendo nerviosa, hago una pausa y trato de imaginarme el quién, cómo y cuándo de la situación relativa al dinero: quién robó a quién, quién necesita qué, siendo el qué la transacción financiera encubierta. La use o no, tengo necesidad de saber la exacta situación financiera de todos mis personajes.

Indudablemente, mi disposición a recordar que el dinero es parte de la vida me llega a través de mi padre abogado: aún oigo su voz desde la niñez recordándome que "el dinero es una realidad, pero no debería ser una enfermedad". Mientras caminaba a mi lado por la bahía de Nueva York, agregaba: "Sin embargo, el dinero auténtico está en la imaginación". Decía que Manhattan y Norteamérica no habían sido construidas por santos, sino por una mezcla que incluía ladrones y mediocres. "Muchos mediocres". Su familia provenía de Viena: no eran sentimentales.

Conjunto de refritos

A diferencia de Tom Wolfe, cuya Hoguera de vanidades trata tanto de Nueva York como del manejo del dinero en esa ciudad, yo no quiero comparar la imagen del dinero en una narración únicamente como algo propio de la novela realista. (De acuerdo con su reciente artículo aparecido en Harper, la actual ficción norteamericana seria no es buena porque no es realista en el sentido de Dickens.) Bueno, Dickens no era un simple realista. Insistiendo sobre el punto, sencillamente no es posible escribir novelas en 1990 como si James, Proust, Joyce, Faulkner o Kafka no hubieran existido. Aunque comparto con Wolfe la sensación de que la mayoría de las llamadas novelas literarias de los últimos años han sido un pobre conjunto de refritos, no comparto su conclusión de que el defecto ha sido el abandono, por nuestra parte, del realismo. La novela realista de los años treinta y cuarenta fue poca cosa a partir del momento en que Malcolm Lowry, Ralph Ellison, Nabokov, Salinger, Bellow y Mailer barrieron con ella. Wolfe parece haber olvidado que F. Scott Fitzgerald -considero al Gran Gatsby la novela norteamericana sobre el dinero y Nueva York más importante de este siglo- fue denigrado por los realistas de los treinta: no se leyó a Fitzgerald desde la depresión hasta después de su muerte, de un ataque al corazón, en 1940.

Ha, actualmente en la antesala literaria tal multitud, tal clamor ruidoso de víctimas esperando impacientes que se les deje entrar, que tiemblo al pensar qué sucederá con los rezagados como yo, que no tienen ningún mensaje que dar. Rivales en esta cacofonía de víctimas son las razas (italianos, chicanos, judíos, negros, mujeres, homosexuales, lesbianas ... ). Recientemente, hombres adheridos al White Anglo-Saxon Protestants (WASP, protestantes anglosajones blancos) afirmaron que ellos también son víctimas.

The Heidi chronicles, una obra que se representa en Broadway, autobiográfica de la actual premio Pulitzer, Wendy Wasserstein, dramatiza las experiencias de las rebeldes feministas de los sesenta y los setenta, algunas de las cuales optaron luego por el conformismo. Sin embargo, el personaje de Heidi sigue siendo el de una niña abandonada que se presenta como una intrusa y que aún anhela con fervor volver a sus pasados días de desfiles. Por tanto, quedé perpleja al leer en la Prensa la semana pasada que el hermano de la autora, Bruce Wasserstein, es el brillante ejecutivo de Wall Street que ayudó a provocar la bancarrota de unos grandes almacenes neoyorquinos, incluyendo Bloomingdales, al aumentar el precio de venta a Campeau en 500 millones de dólares; se informó que, cuando hizo el trato, los otros 500 millones parecieron a todos los involucrados un simple detalle.

Obviamente, los escritores no están obligados a incluir a sus familiares millonarios en su imaginario universo literario. Sin embargo, si muchos escritores ignoran un elemento básico de nuestra realidad, entonces se crea una represión cultural. ¿Cómo hicieron los rebeldes de la década de los sesenta, que Wendy Wasserstein describe tan bien, para convertirse de la noche a la mañana en los yuppies multimillonarios de Norteamérica? ¿O todo se mantuvo siempre en familia? ¿Una simple revolución de tarjetas de crédito? ¿Cuáles son las relaciones entre estos dos mundos? ¿Por qué no tiene esto ningún interés para los novelistas?

A diferencia del Reino Unido -con frecuencia su literatura está repleta de los defectos de quienes la hacen-, el mito norteamericano ha consistido en no haber tenido ni imperio ni clases. Mi primer choque con el mito del deslizamiento hacia abajo está relacionado con mis escritores sobre España. Cuando escribí por primera vez sobre el mundo que allí conocía, Paco y Juan Benet, etcétera, fui violentamente criticada por haber osado insinuar que había españoles en España que no eran ni obreros ni fascistas. "Sus españoles no son auténticos", me escribió un profesor en una dura carta. "Parece como si hubieran ido a Yale o a Harvard".

No. Lorca no nació bajo un árbol en un cesto gitano. Tampoco yo. Ése era mi problema. El confortable mundo de los judíos seculares del cual provenía era probablemente muy parecido al de los industriales catalanes de comienzos de siglo. Al igual que los catalanes, estos judíos asimilados desempeñaron un importantísimo papel en lo relativo a definir Nueva York, desarrollando su cultura e infraestructura. Inicialmente, cuando me convertí en un miembro bona fide (de buena fe) del mundo literario, experimenté una escisión cultural. Irónicamente, los elementos interesantes de mi verdadera vida: mis raíces, mi familia, su soltura en Norteamérica, se aferraban como una lapa a mi cuello en el momento de escribir ficción. Me di cuenta de que el obvio camino literario para los judíos norteamericanos -la forma de venta era cómica, desesperada, folclórica- nunca llegaría a ser mi voz legítima: claramente mi familia no constituía el grupo idóneo para la literatura. Sin embargo, si mi mundo narrativo se me revelaba -y las novelas no se inventan, sino que son revelaciones-, tenía que encontrar la manera de llevar conmigo a estas gentes que habían vívido tímidamente sus vidas muy castigadas, caóticas y enérgicas sin haber consultado a la posible novelista de si su manera de ser se adecuaba con las exigencias de la novela moderna norteamericana.

El dinero en la ficción no sólo asegura la especificidad: es un buen amigo para la narración, porque supone una transacción y una historia. Aleja al novelista del aislamiento, de la claustrofobia. Sí, todos hemos crecido oyendo que el lenguaje es la novela, estoy de acuerdo. No obstante, rechazo la tendencia de ciertos escritores, en especial aquellos formados en la sección de inglés de las universidades norteamericanas, de confundir frases con lenguaje, de asumir que la especificidad de la frase permite al autor tener una imagen confusa.

Tuve un poco de suerte como escritora. Mi familia finalmente se arruinó y me dejó el intangible mundo perdido de fincas y casas: de haber conservado su fortuna, dudo que yo hubiera encontrado la forma de escribir sobre ella. Una vez que en la novela Indian path (Sendero indio) tuve a mis personajes situados en la casa correcta, en este caso una vasta finca en la campiña de Connecticut enfrentada al sonido de Long Island, al Atlántico, a Europa, aquéllos se sintieron muy a gusto, e incluso aparecían otros que no habían sido invitados. Toda la familia entra con estrépito. Se sentían en su casa.

Cuando llegué al final de mi novela -me había imaginado que era tarde en el día, mi padre y sus dos hermanos abogados, excéntricos y brillantes, habían muerto-, quise saber más sobre el pasado austríaco de mi familia. Existe una terrible brusquedad en ser nortemericano. Cuando miramos hacia Europa, el horizonte está vacío. Se me dice que el custodio de la historia familiar es un primo que ahora vive en Israel. Le escribo, me contesta rápidamente. Me recuerda bien: nos vimos en Connecticut a comienzos de la década de los cincuenta. Me advierte, en el lacónico estilo de la familia, de que había querido ponerse en contacto conmigo porque había leído en la Prensa israelí que era una "maravillosa escritora" y eso le había sorprendido: nadie en la familia se había molestado en decirle que yo escribía.

"Nuestro primo Joseph Roth"

Bueno", agregó sin darle importancia, "tú eres el segundo novelista-periodista en la familia. ¿Has leído a nuestro primo, Joseph Roth -La marcha Radetsky, Job-?. Está muy de moda actualmente en Austria y en Alemania. Murió en el exilio, sin hijos, alcohólico, en París, pocos meses antes de la II Guerra Mundial. Mi madre estuvo junto a él. En Holanda". Después su carta se desvía: "¡Cuando pienso que dos de mis tíos en nuestra demente familia dieron su vida por el imperio austrohúngaro en el frente italiano! ¡Qué desperdicio!".

Recuerdo a mi padre: ¿qué sentiría al haber luchado junto a los aliados cuando la mayoría de la familia era austríaca? Era una persona muy secular, aunque encontré entre sus cosas, después de morir, un trozo de fe judía: una litografía mostrando una imaginaria tregua en Metz durante la guerra franco-prusiana, en la que oficiales (judíos) franceses y alemanes hacían una pausa para celebrar juntos el Yom Kipur.

Encargué varias novelas de Joseph Roth, ya que nunca las había leído. Comienzo con Confesiones de un asesino. Leo: "Hace algunos años vivía en la Rue des Quatre Vents...". Diez años después de que Joseph Roth se suicidara en su exilio de París, yo también vivía allí, en un mundo de escritores españoles exiliados. ¿Relación o coincidencia? Y qué extraño que mi determinación de escribir, por una vez, una novela totalmente norteamericana, tan arraigada por el dinero, me condujera al final a estas novelas y a mi primo austriaco que no tenía un céntimo.

Barbara Probst Solomon es escritora. Traducción: C. Scavino.

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