El anhelo más ferviente la paz
Si hubiera que definir en una sola frase la característica más adlecuada del político demócrata-cristiano salvadoreño Napoleón Duarte, sería la de padre coraje.En su larga lucha por llegar al poder, desde que le robara el triunfo la coalición oligárquicomilitarista en 1972, hasta su dramática enfermedad que ha combatido con entereza los últimos meses de su vida, siempre ha demostrado el valor de los hombres de coraje y la entrega más acentuada hacia su entorno.
Nadie puede negarle la firmeza de sus convicciones y sin duda ha sido uno de los pocos estadistas a quien incluso sus adversarios políticos dedicaron en vida encendidos elogios y reconocimientos a su talante democrático y su coherencia. En ese sentido, merece destacar la generosidad del presidente Alfredo Cristiani al ofrecerle el homenaje del pueblo salvadoreño en el acto de toma de posesión.
Quizá su cita con la historia llegó con retraso, y lo que hubiera sido en 1972 la gran solución nacional con apoyo de las fuerzas sociales y políticas más representativas del país -y que, repetimos, fue impedido por el Ejército- ya no fue posible en 1985, cuando la voluntad popular domesticada por influencía del poderoso vecino del Norte le llevó a la más alta magistratura del país. En más deuna ocasión le oí lamentarse deese desfase histórico.
Demostró firmeza en sus convicciones, valor en la confrontación y fortaleza en la adversidad.
Al expulsarle del país como consecuencia del fraude electoral impuesto a golpe de sable vivió dignamente un exilio que le permitió regresar en olor de multitud como verdadera esperanza.
La realización de reformas estructurales prometidas -nacionalización de la banca y del comercio exterior, reforma agraría- le convirtió en el enemigo más odiado de la clase conservadora, sin obtener, por otra parte, apoyo alguno de los sectores de la izquierda.
Esta hostilidad que le acusaba desde los extremos no le impidió seguir con su programa, que fue decayendo a medida que la ineficacia y la corrupción de algunos de sus colaboradores le dejaron solo.
La debilidad por su famifia le creó problemas serios con el alto mando -en el canje del secuestro de su hija- y la obsesión de promocionar políticamente a su hijo le hizo perder la perspectiva de la realidad. Nadie puede negarle tampoco su contribución a la democracia salvadoreña, forzando situaciones y sacrificando posiciones de ventaja. Los últimos días de su vida en lucha con la terrible enfermedad que le ha consumido no le han evitado ver cumplidos sus negros presagios sobre el futuro de Centroamérica.
La radicalización permitida -cuando no fomentada- por el Gobierno de Arena, con su secuela de asesinatos y mayor violencia de la guerra; la permisividad de la Administración norteamericana, que por encima de sus indudables convicciones democráticas sitúa la seguridad de sus intereses en toda la zona y que le justifica en sus extrañas maniobras; el mecanismo de una izquierda que ve derrumbarse su modelo histórico. Todo eso me comentó Duarte en su despedida al abandonar el poder sin haber podido cumplir el más ferviente de sus anhelos: haber restablecido la paz.
Duarte, de fámilia humilde, jamás fue aceptado por los poderosos, que rechazaron todos sus intentos de solidaridad y comunitarismo, pero tampoco le aceptó la izquierda, que veía en su actitud orgullo y autosuficiencia. Sus partidarios contribuyeron tristemente al fracaso de su proyecto y por eso acabó encerrándose en su círculo íntimo ese auténtico padre coraje.
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