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Tribuna
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Una cuestion de estética

Juan Luis Cebrián

Imagino cuánta debe ser la amargura del Gobierno al contemplar que un caso que ha declarado oficialmente cerrado, como es el de Juan Guerra, sigue siendo pasto de la polémica y el debate políticos. Una cuestión en principio menor, la venalidad del hermano de un gobernante, que pudo ser zanjada con la desautorización urgente de sus actos y la reprobación pública de los mismos, se ha convertido ya en un problema histórico. Y de su resolución pende nada menos que la amenaza de retirada de Felipe González, reconocido y emblemático líder de la democracia española. Pero, al hilo de esta tragicomedia, los españoles hemos podido además asistir a una representación mayor del cinismo nacional en la que no ha faltado nadie en el escenario. Poder, oposición y Prensa andan así enzarzados en un ejercicio de denuncias en el que difícilmente ya es posible identificar a quienes mantienen la bandera de la estética -tan importante o más que la ética en casos como éste- frente a los demagogos, los rascatripas y los iluminados.¿Cuál era el problema en su origen? Algo bastante vulgar. Un ciudadano avisado que se aprovecha de su apellido. En esto caben pocas discusiones: Juan Guerra no es un hábil hombre de negocios ni un ejecutivo brillante. Ha usado -y abusado- del temor y la reverencia que inspira el nombre del vicepresidente entre los miembros de su partido para sacar ventajas que otros no podrían. La remisión de sus actos al fiscal es casi ingenua. La cuestión no está en los improbables delitos que haya podido cometer, sino en la actitud política de su hermano.

La primera denuncia vino de una publicación semanal de la derecha dura que se caracteriza por sus insidias y su falta de rigor. 0 sea, que los progres de turno y los socialistas no se inmutaron. Son tantas las mentiras que últimamente cuentan algunos de mis colegas que bien podía ser ésta una más. La cosa empeoró cuando gentes del propio partido y los periódicos serios comenzaron a descubrir las connivencias, trapacerías e ingenuidades de nuevo rico en que Juan Guerra había caído. Y la oposición, incapaz como siempre de hacer otra cosa que no sea leer los diarios, encontró en ello una ocasión de oro para debilitar a uno de los grandes pilares del PSOE. Todo hubiera sido sencillo si en ese momento el Gobierno y su vicepresidente se hubieran tomado un poco en serio a la opinión pública y no hubieran hecho gala del desprecio hacia los medios de comunicación habitual en cuantos ejercen el poder. Nadie es, en efecto, responsable de los hechos de su hermano y uno no debe ser juzgado por las marrullerías ajenas. Aunque Alfonso Guerra debería saber, en este punto, que la imagen de sí mismo que él posee no coincide necesariamente con su verdadera personalidad política. El caso es que la Prensa, que desde el Watergate tiene la recusable manía de querer andar tirando presidentes todas las mañanas, se lanzó con más entusiasmo que mesura a la caza de cualquier inmoralidad visible o invisible en la familia Guerra. Esto se ha hecho en ocasiones con desvergüenza memorable. Pues hay, por ejemplo, un diario famoso por el tráfico de influencias que ejerce en él el hermano de uno de sus directivos, y la corrupción de algunos periodistas no es un invento del Gobierno hoy acosado, sino una lamentable y creciente lacra motivada por el mismo afán de lucro y notoriedad que llevó a Juan Guerra a hacer lo que hizo. Lo que pasa es que entre la maraña de excesos y errores que los periódicos hayan cometido en este asunto -y no excluyo que mi propio diario no haya caído en ocasiones en alguno de esos yerros- ha sobresalido de nuevo la verdad escueta: el abuso de poder ejercido en nombre del vicepresidente. Y es ésta la única cuestión que debía haber preocupado desde un principio al Gobierno y sobre la que resultaba urgente responder y no enrocarse frente a los ataques. Pues si es cierto que la prepotencia gubernamental no avala la demagogia periodística, tampoco ésta puede servir para justificar la inmoralidad política.

Una cuestión que tiende a pasar inadvertida en todo esto es la financiación de los partidos en nuestro país. Muchas de las prebendas y favores que recibiera Juan Guerra podían algunos entenderlas, equivocadamente, como una forma de ayudar a las arcas escuálidas del PSOE. Desde hace tiempo, en Europa occidental, los partidos democráticos tienden a la utilización de comisiones por las contratas públicas o subvenciones del Estado como sistema habitual de financiarse. Ése es el origen del escándalo Flick y de otros, entre los que conviene no olvidar el muy reciente de Casinos de Cataluña con personajes del partido de Pujol. La inocencia angélica de los diputados al identificarse sólo como representantes del pueblo tiende a olvidar que son también encarnación de una complicada maquinaria de poder. El Parlamento es jurídica y legalmente la representación de la soberanía popular, pero ésta andaría lista si la Prensa, las instituciones, los sindicatos, las iglesias y el entramado civil de la sociedad no existieran. Porque los diputados son igualmente personas a sueldo de un aparato que es imposible de mantener con las simples cuotas de los afiliados. En el caso del PSOE, el jefe de esa maquinaria burocrática y electoral ha sido desde el principio Alfonso Guerra. De ahí deriva su principal fuente de poder y su fabulosa influencia. Y por eso, él más que nadie, estaba obligado a dar explicaciones sobre la actividad económica de su hermano.

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La oposición, salvo excepciones, tampoco ha querido hurgar mucho en el asunto, recordando el dicho evangélico de que sólo debe arrojar la piedra el que esté libre de pecado. De manera que al final el debate se ha centrado en el aspecto más pequeño de todos: la utilización de un despacho oficial en la Delegación del Gobierno. Yo confieso que a mí me parece censurable lo que hizo Juan Guerra, independientemente de donde lo haya hecho. Y que, en contra de lo que se ha dicho, no es el despacho la grave cuestión sobre la que debemos ilustrarnos, sino las facilidades de enriquecimiento que el poder genera. Algo que quizá sea imposible y hasta inconveniente tipificar en el Código Penal, pero que afecta a la conducta ética de los gobernantes y, como decía antes, también a la estética.

Por parte del Gobierno ha habido una mala comprensión de este problema, fruto del temor o el desconcierto. Y, por lo mismo, una pésima reacción. Convertir un debate sobre la moralidad de los partidos y de los políticos en un ataque indiscriminado a los medios de comunicación es una maniobra que no conduce a nada. El caso Guerra afecta a las relaciones internas en el partido socialista, a la solidez de un Gobierno que se siente interino desde las elecciones -y dividido precisamente entre guerristas y no guerristas-, a la imagen del Parlamento y a la credibilidad de los políticos. También afecta, desde luego, al comportamiento libelista de algunos periódicos. Pero lo mismo que no puede juzgarse a la democracia y al régimen de libertades por los pecados de determinados gobernantes, es del todo inadmisible que se quiera convertir este asunto en un juicio global a la Prensa, máxime cuando ésta acaba de prestar un servicio de primer orden al país y a la sociedad con la publicación de un buen puñado de noticias veraces e incontestables sobre el tema que nos ocupa. Una vez más está claro que la libertad de expresión es esencial al funcionamiento democrático, y tan significativo o más a este respecto que el régimen de partidos.

No quisiera por eso dejar de salir al paso de las sospechas que el vicepresidente quiso arrojar en su discurso del jueves sobre todos los medios de comunicación, y particularmente sobre los concesionarios de cadenas privadas de televisión. Que yo sepa, por parte de la que yo represento, no ha estado nunca nadie en el despacho de Alfonso Guerra -en contra de lo que él pareció sugerir- a pedirle nada relacionado con esa licencia. Y los inevitables contactos que todos los concesionarios han mantenido con otras instancias gubernamentales -muchas veces a petición de éstas- se derivan del hecho de que el Gobierno ha puesto en marcha una legislación restrictiva sobre la libertad de las ondas que le confiere poderes casi omnímodos, y no de la voluntad pactista o servil de ningún concesionario.

Por último, un comentario sobre la amenaza de dimisión del presidente del Gobierno. Felipe González sabe que, por estrechos que sean sus lazos con el vicepresidente, mucho más le compromete el hecho de haberse presentado como candidato a las elecciones y haber recibido la confianza mayoritaria de los españoles. La suposición de que esta confianza ha sido depositada conjuntamente en él y en todos los miembros de su Gobierno o los líderes de su partido es gratuita. Por lo demás, quizá el caso Alfonso Guerra pudiera solucionarse aún, con equidad y sin aumentar el grave desgaste de su protagonista, si se toma una sola medida que el vicepresidente no ha querido adoptar: la desautorización pública y formal de las actividades de su hermano y la condena de su conducta de infidelidad y abuso. Pues la presunción de inocencia le ampara, desde luego, ante los tribunales. Pero si ha sido ya sentenciado y ejecutado por la opinión pública, como se dijo, es porque sus propios actos se erigieron en sus peores y más temibles fiscales.

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