Cien años de infancia
Bailan fechas en los libros de historia cuando buscan el comienzo del cine. En unos su partida de nacimiento está en algún registro de patentes entre 1880 y 1890, donde debe figurar la descripción de un artilugio capaz de atrapar en celuloide los instantes de la traslación de un objeto móvil Para los más, en cambio, su verdadera partida de nacimiento es otra: nació no cuando se descubrió su soporte, sino cuando el contenido de éste escapó de sí mismo y se ofreció como un nuevo espectáculo que exigió la articulación de un oficio y configuró un lenguaje de gran originalidad. Ocurrió el día de los Santos Inocentes de 1895, por obra de dos hermanos llamados Lumière, apellido que es un azar colindante con el destino, pues crearon la luz definidora de las sombras de un siglo que entonces nacía y ahora muere.El cine, en edad histórica, es, por tanto, un arte joven. Dentro de cinco cumplirá 100 años, tiempo de hombre longevo, pero duración de pañales en algo que estaba destinado a convertirse en memoria de este tiempo, en seña de identidad de lo que nos suena a contemporáneo y en columna vertebral de la fabulación del siglo XX, lo que, junto a los océanos de sangre humana derramada en su transcurso, le distingue de cualquier otro siglo pasado. Es por ello el cine, al mismo tiempo, el más rudo documento y la más delicada filigrana imaginativa de la mayor tragedia ocurrida en la vida de la tierra. De ahí su descomunal importancia.
Un siglo de sombras
La infancia del cine -un siglo de sombras iluminadas- se frena y casi se detiene en un recodo impreciso de los años sesenta, en que esta infancia ofrece síntomas de pérdida de inocencia: desconexión de las eternas leyes del corazón y adquisición del aire adulto de quien está por encima del esfuerzo de reinventarse cada día a sí mismo.
Traducida a lenguaje utilitario, esta pérdida de inocencia enuncia que el cine está ante una encrucijada que lo mantiene perplejo, sin saber qué camino tomar. Necesitados sus pies, para dejar de ser barro, de una industria cada día más sofisticada, hipotecadas sus leyes de creatividad por leyes de rentabilidad y sometida la calidad al rasero de la cantidad, el cine -cuando más boyante parecía- comenzó, paradójicamente, a pasar de la vida a la supervivencia. La demanda de consumo de cine tiene proporciones mareantes a causa de la voracidad de la televisión. Y este fenómeno, en fase creciente, se disparará hacia cifras más propias de astronomía que de estética. El cine de los próximos años será víctima de este disparo, y el que fue manjar de los pobladores del siglo XX corre el riesgo de convertirse en pienso delos del siglo XXI.¿Es éste el fin del cine como gozoso juego callejero y el comienzo de su apesadumbrada tarea de remedio casero contra el tedio? La amenaza está ahí: ya no son los espectadores quienes salen a las calles a ver películas, sino los políticos quienes las encargan a destajo para dar pan y circo a sus clientelas y mantenerlas quietas frente a sus adormideras televisivas. Y lo encargan, según la lógica de su oficio, como compradores de bibliotecas destinadas a llenar lugar en la apariencia de la casa: por metros de estantería. De ahí que se observen en los cineastas dignos de este nombre síntomas de rechazo y parálisis imaginativa.
Es éste un síntoma que invita al pesimismo, pero al que hay que mirar desde un lado optimista qe escapa de su revés. Hace más de 30 años, en una conversación que, ante el magnetófono de André Bazin, mantuvieron Roberto Rossellini y Jean Renoir, dijo éste: "Antes, cuando veíamos a Lillian Gish asaltada por el villano, temblábamos. Eso significaba algo. Pero ¿qué se puede hacer hoy con la violación de una chica que ya ha hecho el amor con toda la aldea? Algunas restricciones son extremadamente útiles para la expresión artística y, aunque parezca una paradoja, la libertad absoluta no permite una expresión artística absoluta... Quienes hicieron los primeros filmes norteamericanos, alemanes o suecos no eran grandes artistas, pero todas sus películas eran hermosas. ¿Por qué? Porque la técnica era entonces difícil... Cuando uno accede a convertirse en un intelectual en lugar de un artesano está cayendo en el peligro. Y si usted y yo, Roberto, nos volvemos hacia la televisión, es porque la televisión está en situación técnicamente primitiva, lo que puede devolver a los artistas el espíritu combativo del cine inicial...".
Renoir trazó entonces la encrucijada en que se encuentra el cine de hoy. Porque ahora esa técnica de la televisión que entusiasmó al cineasta hace 30 años por su primitivismo ha dejado de ser primitiva y no hay dificultad en adquirirla mediante los modernos equipos técnicos, una maquinaria-robot que hace los filmes casi por sí sola y sin más ayuda que la de otras maquinarias-robot de la mercadotecnia y la informática. Y como rechazo a esta impostura, el cine -la parte del cine que mira a su futuro como creación- vuelve la espalda a esas avanzadas técnicas y retorna poco a poco, casi clandestinamente, a la vieja pasión artesana, al oficio en cuanto conquista de la perfección desde el esfuerzo.
Ahí está la clave del actual retorno al primitivismo -expresión muy imprecisa, pero no tenemos otra-, considerado como opción básica del cine que viene: el que hacen (desde abismales diferencias de estilo y temperamento) el John Huston de Los muertos, el Peter Brook de Mahabarata, el Francis Coppola de La ley de la calle, el Martin Scorsese de Taxi driver, el Krysztof Kieslowski de No matarás, el Orson Welles de Fakes y Una historia inmortal, el Claude Lanzmann de Shoah, el Theo Angelopoulos de Paisaje en la niebla, el Andrel Tarkovski de Sacrificio, el Jorge Sanjinés de Nación clandestina, el Chen Kaige de El rey de los niños, el Víctor Erice de El espíritu de la colmena, el Steven Spielberg de Duel, el Miguel Pereira de La deuda interna, el Pedro Almodóvar de La ley del deseo, el Alexel Guerman de Ivan Lapshin, el Terence Davis de Voces distantes, e Stephen Frears de Amistades peligrosas y otros muchos cineastas desperdigados en cuyo cine hay, fructuosa o frustrada, esa búsqueda -no siempre con encuentro- de la abundancia desde el despojo, de la reinvención del cine desde la reinvención del oficio de hacer cine: el retorno al genio artesano que añoró Renoir, que es un retorno a la dificultad perdida. He ahí el sesgo optimista de aquellos referidos indicios pesimistas: hay un cine expulsado a la cuneta que recupera poco a poco el centro de la calzada.
Retorno al lenguaje
Dominan la industria audiovisual y acentuarán en los años venideros su dominio los telefilmes, aislados o en serie, y el largometraje convencional de gran presupuesto, concebido por analistas del mercado y por especialistas de la presión publicitaria. Pero bajo este predominio, otro cine -ya existente y cada día más diferenciado y vigoroso- irá dejando los lindones ajenos que hoy ocupa para abrirse caminos propios. Las nuevas formas de exhibición en sala no harán otra cosa que extenderse y, para abastecerlas, ese otro cine se verá obligado a autodefinirse contra los modelos industriales dominantes y, de espaldas a ellos, volverá la mirada a los viejos enigmas, nunca agotados y jamás resueltos, del descubrimiento de la luz desde la penumbra.
Bajo la presión del cine-espectáculo echa nuevas raíces el cine-lenguaje. De ahí que es previsible en los próximos años -ya hay indicios: el gran aumento de espectadores en el mercado piloto de Estados Unidos y la pasión por el cine anidada en las sociedades del Este, hoy en vía de encuentro con las del Oeste- asistamos a una resurrección del muerto. No hay milagro: el muerto es aparente, sólo dormita. Los nuevos Inventos ópticos -alta definición, holografla en movimiento y tantos otros- iran unos a llenar el hueco dejado por las barracas de las ferias y otros a refinar el tosco consumo individual de cine en televisión.
Pero el cine en cuanto verbo de este tiempo resurge ya de sus cenizas y recobra el esfuerzo de la elocuencia, como Demóstenes, desde la tartamudez.
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