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El árbol de la vida

Antonio Elorza

En dos ocasiones, al filo de los ochenta, visité la Bulgaria de Jivkov. La primera ocasión llegó de la mano de un colega búlgaro a quien había conocido en un congreso de historia del movimiento obrero. Se trataba de conmemorar el 110º aniversario de Lenin, y posiblemente no fue muy apreciada la observación de que el fracaso de la construcción política soviética tuvo en el mismo Lenin un testigo de excepción, aun cuando las reflexiones pesimistas de sus últimos escritos no desembocaran más que en soluciones arbitristas o en la valoración personal negativa de los posibles sucesores.Unos meses más tarde volví a Bulgaria, pero esta vez con cierto respaldo oficial. La situación resultaba algo extraña porque, a partir del verano -estábamos en 1981 -, el PCE aceleraba su marcha hacia el abismo de la mano de su secretario general, y mi expulsión, dentro del bloque de renovadores vascos, estaba a punto de producirse. Pero el hecho es que allí acudí para tomar parte en un debate entre historiadores pertenecientes a partidos comunistas. En la reunión imperaba un ambiente de confianza sin límites en los principios. La historia era sólo el respaldo de un presente glorioso. Así, tanto mis palabras como las del representante del PCI, Sergio Bertolisi, profesor en Nápoles, debieron sonar como ecos de una disidencia marginal frente a una concepción del mundo consagrada por el innegable avance del comunismo a escala mundial, cuya garantía era el liderazgo de Leonid Breznev.

Ni siquiera se molestaron en contestarnos. Pero el desquite llegó con la clausura, una vez que Bertolisi y yo nos negamos a suscribir cualquier forma de comunicado final. En la interminable mesa de esta singular última cena, el ritual del brindis empezó a cargo de los anfitriones búlgaros y del representante del PCUS. Primero, por el marxismo-leninismo; a continuación, por el socialismo real. Lógicamente, todos se levantaron. Menos Bertolisi y yo, colocados al final de la mesa. La tensión se hizo insoportable y los brindis se trivializaron. Recuerdo que el historiador húngaro alzó su copa por la belleza de las mujeres búlgaras. Nos levantamos por primera vez. Entonces nos hicieron llegar una

nota de la presidencia, indicando que, a pesar de nuestro grosero comportamiento, debíamos pronunciar un brindis. Bertolisi aprovechó, la ocasión. Se alzó y advirtió que su brindis sería el pretexto para hacer el resumen del congreso, y que, ante tal concurrencia, necesariamente habría de apoyarse en una cita de Lenin. Claro que esta vez Lenin reproducía a su vez a Goethe: "Si gris es la teoría, por fortuna verde es el árbol de la vida". Nos abrazamos. Los demás concurrentes, como era de esperar, permanecieron sentados. La cena terminó en un absoluto silencio.

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Hoy el árbol de la vida ha dado buena cuenta de la teoría gris. La pretensión de fijar el tiempo dentro del marco del marxismo-leninismo ha saltado hecha pedazos. El espejismo de una revolución social asentada en formas de dominación totalitarias ha dejado de gravitar sobre el pensamiento socialista. Se ha alejado también el espectro de una nueva guerra mundial protagonizada por las superpotencias. Los problemas del mundo capitalista recuperan su aspecto real, y es posible pensar por fin, después de muchos años, sin la sombra de una falsa solución que además imponía sus objetivos y sus modos de hacer política, heredados del estalinismo. Una creencia cuasi religiosa ha probado su falsedad. Es posible, pues, devolver a la izquierda su dimensión inicial de proyecto laico, sustentado en el análisis de la realidad y no de construcción de un supuesto paraíso. Para cerrar el cuadro de elementos positivos existe hoy a nivel mundial un amplio. reconocimiento del papel desempeñado por Gorbachov como artífice de la nueva era en las relaciones internacionales. Si la URSS no se hunde por problemas internos será muy difícil reconstruir el clima de la guerra fría, y concretamente en Europa podrá abordarse un proyecto político de perspectivas imposibles de soñar en los tiempos de la división de bloques. Para quienes carecemos de la menor esperanza en una reconversión positiva de Estados Unidos como potencia imperialista, clave de una dinamica de dominio y destrucción a nivel mundial, la convergencia en la casa común constituye un objetivo sumamente dificil y complejo, pero por vez primera realizable por un sujeto político que puede ser una izquierda europea.En este marco adquiere coherencia la propuesta de una redefinición de los partidos comunistas democráticos, según el modelo italiano, ya que es preciso deshacer cualquier confusión respecto al orden político que acaba de derrumbarse. El estalinismo ha sido mucho más que una fase histórica, conforme probaron en su día las evoluciones internas de los partidos comunistas de Francía y España. No se trata tampoco de hacer un balance en negro sobre blanco. En la tradición socialista cabe el legado de lucha democrática y antifascista de los movimientos comunistas y la herencia doctrinal de hombres como Gramsci, Togliatti o Berlinguer, así como la simbólica de Rosa Luxemburg o Alexander Dubcek. Sin olvidar la divisoria frente a quienes intentan pescar en río revuelto para hacer pasar su mercancía neoliberal por socialdemocracia. Los casos del PSOE, a pesar de la cortina de humo del Programa 2000, o del partido de Craxi son a este respecto claramente ilustrativos. El contenido del proyecto político y no las siglas es lo que debe intervenir a la hora de reunir fuerzas para la construcción de una euroizquierda, ya que con el capitalismo especulativo y la corrupción protegida se está tan lejos de la socialdemocracia como podían encontrarse respecto de Marx los burócratas del socialismo real. No cuenta lo que se diga y escriba, sino lo que haga el Gobierno que patrocina la opera ción. Del mismo modo que el auténtico linchamiento moral es el que sufren el pueblo y la democracia cuando se bloquean las vías parlamentarias para examinar toda posible corrupción.

Porque en las circunstancias actuales, el máximo riesgo procede de creer que todo irá hacia lo mejor en el mejor de los mundos tras derrumbarse el bloque soviético. De nada sirve, citando a nuestro vicepresidente del Gobierno, invocar la salvación del ecosistema en la Amazonia cuando nuestros petroleros vierten miles de toneladas de crudo al Atlántico. El fin de la política de bloques abre nuevas perspectivas, pero también invoca la exigencia de pensar en los problemas que suscita una realidad marcada por gravísimas contradicciones, en el eje Norte-Sur, en la conservación del medio, en el interior de nuestras sociedades. Breznev se ha hundido, pero no por eso Reagan y Thatcher tenían razón. La concepción dominante de que el mundo capitalista puede entrar en una era feliz, independientemente de cuanto ocurra fuera de él, sirve solamente para favorecer las tendencias hacia el repliegue irracionalista y la violencia. Las contradicciones siguen vigentes, y desde hace décadas la derecha a nivel mundial no se siente tan cargada de razón como ahora, al contemplar el fin del comunismo. No es casual el estallido de los nacionalismos, sobre los que también ha de aplicarse el pertinente tamiz del análisis: una cosa es el derecho de las repúblicas bálticas a borrar las consecuencias de la invasión estalinista en 1939 y otra el irredentismo sobre la frontera Oder-Neisse o la ola de fondo de violencia étnica y religiosa en el Cáucaso. Hay que admitir que muchas cosas han de moverse para que Europa haga de la crisis actual un factor de crecimiento, de construcción de una nueva unidad cultural económica y política. De paso es preciso navegar entre el integrismo religioso y el racismo neofascista dentro de un marco de relaciones sociales donde el componente extraeuropeo irá necesariamente en aumento. En su crecimiento, el árbol de la vida requiere hoy unos planteamientos teóricos que superen la tonalidad gris del nuevo conformismo.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la universidad Complutense.

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