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Balance de la continuidad

La década de los ochenta representó para el mundo del arte un enfrentamiento con el propio transcurso del tiempo. La apuesta por los nombres del futuro, la continua y minuciosa revisión de las décadas pasadas y la pregunta por la actualidad centraron el discurso de las grandes exposiciones. El presente artículo continúa con la serie de prospecciones ante la década que iniciamos, en el campo de la cultura.

Una de las aportaciones más razonables que cabe esperar de la década de los noventa es que acabe con el tratamiento cultural por décadas, uno de los más aburridos inventos de la mercadotecnia de los ochenta. A falta de mejores razones, es cierto que las cronologías llenan no pocos vacíos, pero el espacio que han cubierto en la literatura artística de la recién extinta década no tiene precedentes. No estábamos aún en 1980 y ya la crítica de arte norteamericana Bárbara Rose nos obsequiaba con una exposición premonitoria sobre la pintura de los ochenta, primera muestra de una larga lista que se fueron sucediendo implacablemente, y desde todas las perspectivas posibles, por doquier. Claro que ya se había dado por agotado el esquema de evolución lineal de las vanguardias y de alguna manera había que dotar con un contenido la inercia de la carrera.Por lo demás, una vez encalmado el frenesí adivinatorio sobre quiénes verdaderamente iban a ser los protagonistas del inmediato futuro, entre otras cosas por el paso del tiempo, que se encarga de desdecirlo todo, la pasión cronologista se fue desplazando a otras zonas menos comprometidas, aunque no por ello menos cronológicamente pautadas. Así, a las exposiciones-profecía o apuesta les sustituyeron, bien las exposiciones o los panoramas sobre las décadas pasadas -han sido revisadas prácticamente todas las del siglo, salvo, como era de esperar, la inmediatamente anterior, la de los setenta, y ésa es seguro que ahora se nos vendrá encima-, bien otras de cronología más gaseosa, como Zeitgeist o Zeitlos, dos formas equivalentes, al fin y al cabo, de apelar al tiempo, y en su forma más perentoriamente moderna: la actualidad.

¿Pero hay algo con más potencial de actualidad que la juventud, que tiene toda la vida por delante? El ucronismo ochentista se lanzó, por lo menos, a la caza, captura y deificación de lo joven, una edad que acabó convirtiéndose en una especialidad artística.

Revivir

Por último, enterrado todo el mundo hasta el cuello en las movedizas arenas de lo temporal, los ochenta nos abrumaron asimismo con la más variada gama de revivals: neo-expresionismo, neo-pop, neo-geo, neo-conceptual, cuando no con ese simple neo-neo que se esconde tras fórmulas como "nuevo espíritu", "nuevos creadores", "nueva escultura", etcétera.

Es obvio que cuando más se habla de novedades es que éstas escasean y, en este sentido, los ochenta nos han traído pocas y todo parece indicar que los noventa se comportarán igual. Y es que la novedad en sí ahora no interesa, sino el simulacro de la misma, algo que no plantea problemas al mercado, que ha demostrado capacidad suficiente para engullir y digerir ambas. Esto me hace recordar la vigencia de ese aforismo que escribió Karl Kraus en el anterior fin de siglo: "En el arte se estima, entre nosotros, el negocio, y en la hospedería se estima la personalidad".

No creo, en todo caso, que haya que escandalizarse a estas alturas por el hecho en sí del mercado del arte, que ciertamente ha batido en la década pasada todas las marcas establecidas, incluyendo entre ellas, además, las más radicales obras de vanguardia, sino más bien ante el interés social y la publicidad correspondiente que esta práctica suscita, una demostración clara que sigue apasionando, y, por encima de todo, el dinero.

¿Resistirá el arte de los noventa, de todas formas, esa desfrenada carrera de éxitos, como inversión económica pura, como espectáculo social de masas y como instrumento de prestigio? Recuérdese al respecto lo que han sido las grandes exposiciones, los nuevos museos y, en general, toda esa parafernalia que ha acompañado con ruido la existencia de cualquier manifestación artística durante los ochenta. Atraídos por el fenómeno, ha surgido como por ensalmo toda una nueva y abundantísima población de gentes en busca de su oportunidad -artistas, críticos, comerciantes y toda clase de intermediarios más o menos improvisados-, que han de tener forzosamente un peso específico, aunque no precisamente positivo, a juzgar al menos por lo que hemos observado en nuestro país últimamente, que se ha lanzado a ellos con la voracidad de las hambres atrasadas. Sea como sea, éste es el imponderable banalizador de cualquier avance en la democratización de una actividad cultural.

Fatiga

Por otra parte, los síntomas de fatiga que pudieran manifestarse a partir de ahora en las sociedades occidentales respecto al consumo artístico es evidente que quedarán compensados por los nuevos bríos del Este, cuya reprimida vanguardia apenas conocemos y donde casi todo está por hacer.

El final de los ochenta nos ha traído un helador viento antiexpresionista, que no ha dejado de ser, en ningún caso, tan moda comercial y tan revivalista como lo fue en su momento el expresionismo y lo que, asociado con él, se describió con ingenuo entusiasmo como "vuelta a la pintura". Los cambios de década no aportan por sí mismos cambios de perspectiva, pero, en particular, el que ahora vivimos no ofrece indicios razonables de subversión de valores. El relativismo ha sido una de las aportaciones de la llamada cultura posmoderna, que compone, de cuando en cuando, pomposos gestos morales que se parecen a las piruetas del arlequín que quiere reclamar la atención del público. Pero, en fin, es un hecho que las brochas blandidas hace 10 años han dejado su lugar a los sopletes, los alicates y, en general, a todo ese instrumental metalúrgico que hace posible la fabricación de las llamadas "piezas" y las "instalaciones".

A esto último se le ha llamado "nueva escultura", y tiene cierta gracia que así sea 70 años después del cubismo y el constructivismo, y casi un cuarto de siglo después del minimal. De todas formas, no queda ya disciplina o género tradicionales en pie, el signo artístico se ha hecho completamente versátil y sólo hay que esperar, con paciencia, que el público y los medios de masas se acostumbren a que el descubrimiento de ese Mediterráneo que se llama los "nuevos medios" es ya bastante viejo y una práctica que hoy se enseña en las escuelas de arte académicas.

En fin, decía al principio de este artículo, con ironía, que el arte de los noventa iba a ser probablemente un arte anti-noventa, anti-décadas y anti-juvenil, pero esto era, más que una premonición, simplemente un deseo, dictado por el aburrimiento, y no hay nada más moderno y posmoderno que el spleen. Los noventa serán los noventa, pero el arte ha sido siempre otra cosa.

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