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¿Distensión?

Jorge G. Castañeda

El llamado final de la guerra fría - o, si se prefiere, el extraordinario cambio en las relaciones entre la Unión Soviética y Estados Unidos- ha afectado directamente a todas las regiones del mundo. Salvo una, hasta ahora: América Latina. En este hemisferio, las consecuencias de la distensión entre las superpotencias apenas se comienzan a sentir. Ciertamente, el conflicto regional centroamericano muestra señales de mejoría -por lo menos en Nicaragua-, pero incluso estos balbuceos se deben más a cambios intemos en Nicaragua y en Estados Unidos que al contexto internacional. No obstante, con el tiempo, y a pesar de la verdadera aberración histórica que constituye la invasión norteamericana de Panamá, la clausura de la época de la posguerra puede significar mucho más para América Latina que una solución negociada en Centroamérica.Los efectos de la nueva relación entre la Unión Soviética y Estados Unidos serán en América Latina inevitablemente semejantes a los que se han producido en otras latitudes. De la misma manera que el fenómeno Gorbachov ha contribuido a transformar a fondo las percepciones y las políticas de Estados Unidos y la Unión Soviética, en América Latina incidirá ante todo en la actitud norteamericana hacia la izquierda del espectro político continental. Y, por supuesto, coadyuvará amodificar la postura de dicha izquierda frente a Estados Unidos. Al debilitar -y con el tiempo al desvanecer- la realidad y la percepción de una amenaza soviética regional para la seguridad nacional estadounidense, la nueva relación entre las superpotencias está redefiniendo los márgenes y las perspectivas del cambio en América Latina.

Si el deshielo resulta duradero, las motivaciones tradicionales y los pretextos acostumbrados que, han justificado la oposición norteamericana a revoluciones o reformas nacionalistas en América Latina se verán forzosamente erosionados. Estados Unidos seguirá interviniendo en los asuntos intemos del continente -en el caso de Panamá lo demuestra de manera palmaria- e incluso mantendrá su hostilidad ante ciertas formas de cambio social en el hemisferio. Pero ya no podrá hacerlo invocando preocupaciones geopolíticas y de seguridad dirigidas contra la URSS. La invasión de Panamá representa la primera intervención de Estados Unidos en América Latina desde principios de siglo que no se arropa en las banderas del anticomunismo y del anti-sovietismo.

Cada vez va a ser más difícil pata Estados Unidos justificar algún acto o medida contra determinado tipo de regímenes en América Latina esgrimiendo la amenaza soviética. El debate tradicional sobre qué vino primero, la oposición norteamericana al cambio progresista y nacionalista en América Latina o el involucramiento soviético en el mismo, discusiones tendentes a precisar si los verdaderos motivos de la intervención de Estados Unidos en América Latina fueron más bien de índole estratégica y antisoviética -siendo éste, en general, el punto de vista norteamericano- o esencialmente de naturaleza económica -el argumento latinoamericano-, tal vez se dará por terminado. Para bien o para mal, de ahora en adelante una preferencia estadounidense por cierto tipo de gobiernos o de políticas tendrá que presentarse o bien sin maquillaje o bien con un ropaje ideoiógico de recambio -por ejemplo, la lucha contra el narcotráfico-. Pero la eficacia de corto plazo de un tal sustituto no debe engañar a nadie: como motivación ideológica de largo plazo, el combate contra la cocaína no se compara con la lucha a muerte contra el comunismo.

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En demasiadas ocasiones durante el último medio siglo, tentativas o experimentos de reforma hemisférica han fracasado por culpa de una innegable hostilidad norteamericana, o debido a la percepción de dicha enemistad por parte de los actores locales. Muchas reformas, o incluso meros intentos por explorar nuevas opciones, fueron sencillamente descartadas porque "Estados Unidos jamás lo toleraría" o porque el coste aparente en materia de hostilidad norteamericana no valdría la pena. Quizá sea exagerado pensar que esta hostilidad llegue pronto a su término, pero se verá atemperada de manera ineluctable por el desvanecimiento de su sesgo ideológico, antisoviético y basado en la seguridad nacional.

Esta transformación se antojará tanto más urgente si prosigue el actual deterioro de la situación económica y social en América Latina, y si perdura la política de impunidad intervencionista de Estados Unidos ejemplificada por la invasión a Panamá. Aunque últimamente se ha puesto de moda considerar que los conflictos entre Estados Unidos y las fuerzas del cambio social en América Latina se han vuelto obsoletos, existen razones para pensar que en muchas naciones del hemisferio las mismas causas -del pasado- surtirán los mismos efectos -en el futuro-. En países como México, Brasil y Perú, las tensiones entre pobres y ricos, entre obligaciones financieras externas y necesidades sociales internas, alcanzan ya situaciones límite.

Muchas de las políticas económicas hoy en boga -recortes presupuestarios, privatizaciones, aperturas comerciales, ortodoxia financiera, pleno cumplimiento del pago de la deuda externa- no están arrojando los resultados esperados. Circulan varias explicaciones al respecto -inaplicabilidad de las mentadas políticas en países de este tipo, falta de tiempo o de voluntad política para que maduren, deuda excesiva, etcétera-, pero el propio debate al respecto es más bien de carácter académico. Lo importante desde el punto de vista político es que en muchos países la opinión pública y los sentimientos populares están de nuevo haciendo hincapié en la justicia social y en determinadas aspiraciones nacionalistas, sobre todo a la luz de los acontecimientos recientes en Panamá. Los electorados se han desplazado hacia la izquierda, aunque no sea el caso de los Gobiernos electos.

Desde 1988, los votantes en México, Argentina y Venezuela, así como en la primera vuelta de la elección presidencial en Brasil y, sin duda, en los comicios en Chile, han apoyado a la opción disponible que a sus ojos aparecía como la más progresista, la menos conservadora. Éste es justamente el tipo de desplazamiento electoral que cabría esperar, en vista de los antecedentes históricos, al cabo de un decenio sin ningún crecimiento económico y que trajo consigo una caída dramática en los niveles de vida de la población. Todo esto podrá traducirse en opciones de gobierno durante un tiempo, o incluso nunca, si las políticas actuales llegan a tener éxito. Pero las semillas de una reforma de fondo han sido plantadas.

En este contexto, los cambios actualmente en curso en las actitudes de muchos de los nuevos dirigentes de la izquierda latinoamericana, sobre todo en relación con Estados Unidos, pueden ser vistos como un efecto inicial y alentador del deshielo entre las superpotencias. Varios dirigentes nacionalistas de centro-izquierda en América Latina han puesto un mayor énfasis en la necesidad de una verdadera democratización de sus países respectivos -empezando con el imperativo de elecciones limpias- y en un mayor respeto por los derechos humanos. Asimismo, buscan una nueva relación con el vecino del norte, recorriendo Estados Unidos y estableciendo contactos con periodistas, académicos, empresarios y funcionarios norteamericanos en formas que hubieran resultado inconcebibles hace apenas algunos años.

Los mejores ejemplos -aunque no los únicos- los constituyen sin duda aquellos procedentes de los dos países más poblados del continente, Brasil y México. En ambas naciones, dirigentes nacionalistas de centro-izquierda -Luis Ignacio da Silva, Lula, y Leonel Brizola, en Brasil; Cuauhtémoc Cárdenas, en México- han hecho de una reforma electoral y de la democracia representativa banderas tan importantes en su lucha como lo son las consignas más antiguas: la justicia social y la soberanía nacional. Poner en pie de igualdad estas demandas representa una ruptura radical con varias facetas de la tradición de izquierda latinoamericana.

Cárdenas, Lula, Brizola y otros líderes emergentes -Ricardo Lagos, en Chile, es un ejemplo adicional- también han redefinido sus posturas con relación a Estados Unidos, en los hechos aunque no siempre en sus discursos o declaraciones. Han viajado a Estados Unidos, entablando un diálogo con los sectores norteamericanos con intereses en sus respectivos países. En una palabra, han empezado a hacer política en Estados Unidos con miras hacia sus propias naciones. La invasión de Panamá obviamente dificulta esta evolución, y es posible que la demore. Pero el comportamiento absurdo y anacrónico de Estados Unidos no debe entrañar necesariamente una respuesta equivalente de la izquierda latinoamericana. Entender la importancia y complejidad de Estados Unidos no implica hacerse ilusiones pueriles sobre supuestos cambios en el papel de ese país en el hemisferio.

El final de la guerra fría puede implicar una de dos cosas para América Latina. En contraste con los acontecimientos en Europa oriental, puede ser un factor de estancamiento si la mejoría en las relaciones Este-Oeste se limita a la aceptación por una superpotencia de la esfera de influencia de la otra, preservando a los Gobiernos, los políticos y los equilibrios existentes. Pero puede también entrañar una verdadera ruptura de la esfera de influencia de cada una de las superpotencias, ya que el cambio habrá dejado de implicar peligro o reajuste geopolítico alguno. El espejo en el que debe mirar su futuro América Latina no está situado en el istmo panameño, sino en las calles y plazas de Europa del Este. Al cabo de años de opresión e injerencias externas, allí se está construyendo lo que debe ser una relación digna entre una superpotencia y sus vecinos. De este lado del Atlántico, la construcción es más difícil y más tardada, porque la historia ha sido más larga

Jorge G. Castañeda es profesor en la universidad de México.

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