La revolución televisada
¡Aquí Rumamía Líbera, Estudio 4, grabando!
Una multitud rugía en Bucarest, la capital rumana. Avanzaba y avanzaba, pancarta en alto, con una clara dirección. Contundente. Segura. No había más ruido que el suyo en toda la ciudad. A sus espaldas, la estatua mastodóntica que pone fin a la avenida de Aviatorii. Frente a ella, la puerta principal del edificio sede de la Radio y la Televisión Rumana. Y ante su puerta, en sus gradas y azoteas, el Ejército. Frente a frente. Dos bandos de hermanos rumanos, uno civil, otro armado. En el medio, la tensión. Faltaban pocos segundos para que naciera el comienzo de una nueva Rumanía. Era jueves 21 de diciembre, doce del mediodía. El punto final del silencio.
De pronto, un joven ciudadano, uno de los que encabezaban la marcha, se desabrochó abrigo y camisa. "Dispara a tu hermano", dijo, mostrando un pecho valiente. Los soldados apuntaban. Las armas estaban frías, ajustando puntería, culata en hombro, dispuestas a cargar. Y un aire de duda empezó a circular. Sin aliento de certeza, los soldados se miraban, titubeaban, volvían la vista a la gente. "Uníos a nosotros, Ceaucescu nunca más", les gritaban los rebeldes.Y así, agarrando por los cuernos el toro del valor, los jovencitos soldados, la mayoría de ellos cumpliendo su mili, desencajaron posiciones de tiro, sonrieron, gritaron con ellos. Empezaron los abrazos, estaban ya todos juntos, lloraban aunando fuerzas. Acababa de hacerse palpable la alianza entre pueblo y Ejército que tumbó la dictadura de Nicolae Ceaucescu.
La rutina se rompe
En el interior, los periodistas de la sección de Internacional preparaban un reportaje sobre unos pueblos de Cuba. Un vídeo más de alabanza a otro régimen comunista para intercalar de siete a diez, para luego seguir ensalzando al propio. Sin novedad.
"Pero no podíamos trabajar. Empezamos a oír a la gente", cuenta Mirela, una de los miembros de la sección. "Nos mirábamos. Nuestro director nos acababa de decir que todo seguía igual, que seguíamos sin hablar. Y de pronto entraron ellos, firmes. Nos pusimos a su disposición", añade la periodista. Minutos después, unos informantes improvisados se instalaron en el Estudio 4, el único sin ventanas de todo el edificio, para que no llegaran las balas. Juntos contaron a los rumanos el primer manifiesto de esta revolución: "Hermanos rumanos, Ceaucescu ha caído".
Desde entonces hasta hoy, periodistas, soldados, rebeldes, están acantonados en el edificio, convertido en cuartel general de la revolución.
Su defensa era clave en este cambio de régimen sin golpe militar ni muerte natural. Los sublevados sólo tenían a su favor un Ceaucescu en estado de fuga. En su contra, miles de muertos que lloran y los miembros de una siniestra Securitate dispuestos a morir matando.
Y allí se quedaron. Por allí desfilaron los nuevos héroes del pueblo. Conocidos y desconocidos, todos los que habían sostenido tantos años una resistencia tácita más que menos callada contra el régimen de la familia Ceaucescu.
Poetas como Ana Blandiana, prohibida y perseguida con fruición, o Mircea Dinescu que con los brazos en alto, gritó allí, a toda la nación "¡Hemos ganado!". Y además, estudiantes, soldados, espontáneos, ex comunistas arrestados como Ion lliescu, hoy presidente del Consejo.
Sin dormir, sin apenas comer más que las cajas de manzanas y secas rosquillas que camiones atrevidos hacían descargar en la Redacción, sin cambiarse de ropa, siempre el banderín rumano en el brazo, ojerosos, temerosos y, sobre todo, victoriosos, los recién estrenados profesionales de la información persistían en su emisión.
A ellos les llegaban, a través de tiroteos y controles ciudadanos, los informes desde todos los puntos del país. Gente como Rudu, botones del hotel Intercontinental, flanqueaba los frentes en la ciudad para informar que el hotel había sido tiroteado, que habían caído tres ante sus puertas.
Cambio de actitud
"Rudu, ¿por dónde se va a Televisión?". "Espera y te llevo, tengo que llevar el informe", decía el amable botones, uno de los muchos que, hace un mes, se negaban a hablar durante la celebración del 14º congreso del Partido Comunista Rumano.
Todos cooperaron. Todos brindaron allí por la caída del régimen. Pero también todos sudaron horror hasta que la ejecución de Ceaucescu puso pausas entre los tiroteos continuos. Apenas ayer aparecían los ya héroes de revolución, los locutores, con un traje distinto, duchados y peinados, con otro aspecto ya en sus rostros. Durante cuatro días, las mismas chaquetas, caras sin afeitar, pelos dispersos, revueltos.
Y el horror de los continuos ataques. Día y noche, hora tras hora, los resistentes renovaban los disparos contra el edificio, hoy casi destrozado y negro del reventar de la pólvora. No queda ni un cristal.
Desde allí hicieron continuos llamamientos al refuerzo, a soldados y civiles, a todos cuantos pudieran contrarrestar los disparos de aquellos terroristas que parecían tener siete vidas. Mientras, ciudadanos anónimos cooperaban en los firmes controles.
Pero se abría paso y se ayudaba a cuanto camarógrafo extranjero, alguno de ellos hoy muerto -como el francés Jean-Louis Calderón, del Canal 5 de la televisión gala, atropellado el sábado por un carro blindado-, quisiera transmitir desde allí las imágenes de guerra que vivía la ciudad.
Tampoco faltó ante las cámaras un Nicu Ceaucescu, el hijo favorito del dictador y su esposa, detenido y contrito; Nicolae y Elena desfilando como corderos al matadero, antes del paredón, fríos fiambres, después de la ejecución. Y los miles de niños pasados por las armas y encontrados en las fosas comunes donde miles de personas fueron arrojadas en las últimas semanas. Ni las joyas de Elena se libraron. Todo fue mostrado por el equipo merecedor del mayor de los premios a la más dificil revolución y a la mejor información.
Juntos destruyeron una trama de vigilancia y silencio en la que muchos de ellos también participaron. "Yo tenía que memorizar cada palabra que los colegas extranjeros transmitían sobre Rumanía para después contárselo a la Securitate", reconoce Mirela. "Hoy siento vergüenza", añade la periodista. Después de décadas de telejournal oficial y cantos patrióticos, un poco de folclor popular para celebrar que empezó la libertad.
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