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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El fin del tirano

EL JUICIO y ejecución sumarios de Nicolae y Elena Ceaucescu han evitado de modo probable que el final de la dictadura rumana, horriblemente sangriento de por sí, se transformara en una guerra civil de incalculables consecuencias. Mientras duró la incertidumbre sobre el paradero del dictador y de su compañera, la policía secreta, la Securitate, mejor pertrechada y entrenada que el Ejército y, naturalmente, que la atemorizada población civil, aprovechó su mayor experiencia en el manejo de los recursos represivos para asesinar de forma indiscriminada y fría a un número pavoroso -60.000 según cifras oficiales- de ciudadanos indefensos. Tal vez no sean absolutamente ciertos todos los relatos que están llegando estos días sobre las brutalidades cometidas -asesinatos de recién nacidos en un hospital infantil., envenenamiento de depósitos de agua potable-, pero, por lo que ya se sabe con certeza, el terror sembrado en el país supera lo que puede imaginarse desde la razón.La caída de los regímenes socialistas de Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Alemania del Este y Bulgaria ha sido fruto simultáneo de tres circunstancias: la perestroika, la presión popular y el desánimo de una nomenklatura asustada y carente de la voluntad o de la capacidad política de ahogar la protesta popular en un baño de sangre. Ninguno de los líderes depuestos arriesgaba más que el cambio de una posición de privilegio por un oscuro o insignificante puesto y, en el peor de los casos, responder ante la justicia por eventuales circunstancias de corrupción.

Nada de esto era posible en la Rumanía de los Ceaucescu. Por una parte, la Securitate era mucho más que una policía política. Organizada según el patrón de las SS, disponía de una organización militar mucho más eficaz y mejor dotada que el propio Ejército. Durante un cuarto de siglo ha sido un brutal instrumento para asegurar el ejercicio de la tiranía sobre un pueblo. Ello auguraba poca piedad a la hora del desquite, lo que explica la violencia con que ha actuado la Securitate mientras entendía que su líder estaba con vida y que existía una posibilidad de retomar el poder. Y hace temer por la resistencia que aún ofrecerán muchos de ellos, convencidos de que perderán posiblemente la vida, además de sus privilegios.

Para los Ceaucescu, venales creadores de una dinastía instalada en el culto a la personalidad y en la corrupción (1.000 millones de dólares evadidos a Suiza), no existía jubilación posible en un discreto' jardín en Transilvania. Antes de que se planteara siquiera un dificil dilema sobre qué hacer con el dictador una vez detenido, el Ejército montó un juicio sumarísimo y lo fusiló. En situaciones como éstas se pone a prueba la repugnancia real que toda pena de muerte provoca, porque, si en algún caso hubieran atenuantes, éste sería el mejor de ellos. La difusión por la televisión de las terribles imágenes previas y posteriores al ajusticiamiento deben disipar, sin embargo, toda duda: la ejecución de un ser humano es siempre odiosa.

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La rápida instrucción del proceso y la inmediata ejecución de la sentencia, sin aparente intervención de la autoridad civil emergente, suscitan algunas cuestiones sobre quién controla de hecho el poder en estos momentos en Rumanía y sobre cuál es el margen de autonomía de las nuevas autoridades civiles respecto de los militares. Es aún pronto para adivinar si Ion Iliescu, un comunista ex compañero de estudios de Gorbachov, nombrado nuevo presidente por el Frente de Salvación Nacional, tendrá una vida tan corta como algunos de los dirigentes de transición arrasados por el huracán de la historia en otros países socialistas. Si apacigua a su pueblo, modera la revancha y pone a Rumanía -con la ayuda de las grandes potencias- en el camino de la civilidad, habrá hecho un gran trabajo. Pero, a semejanza de Egon Krenz en Alemania del Este y de Adamec en Checolosvaquia, en tan ardua e ingrata tarea podría ocurrirle lo que ayer describía en estas páginas Hans Magnus Enzensberger como la heroicidad de la retirada: ser un "empresario histórico de derribos... que con su trabajo mina siempre también su propia posición

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