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Tribuna
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Raro y puro

El mundo es distinto de como era antes de Beckett, y ésta es la marca de su genio singular: el habernos legado ciertos paisajes y personajes que ahora ya están integrados, como elementos extemporáneos y marginales, con esa cosa tan difícil de construir a la que en nuestras conversaciones cotidianas llamamos realidad. Beckett es un desecho social que camina por un paissaje desolado, ni urbano ni rural, lamiendo una piedra. Un vagabundo que no sabe a dónde va y que sin embargo parece animado por una extraña determinación. Un desarrapado grotesco de mirada obsesiva que aguarda algo, no sabe muy bien qué, a falta de otra cosa mejor que hacer.El propio Beckett, irlandés exiliado en París, poseía una imagen no muy alejada de estas leves caricaturas de los Molloy, Watt y demás. Recuerdo haberle visto fugazmente, hará de eso unos 15 años, en una estación del metro de París. Tal vez el tiempo haya deformado lo que vi, pero mi memoria me presenta con claridad una cabeza muy tiesa sobre un cuerpo muy tieso, emergiendo por encima de la multitud y moviéndose como si se encontrara en un desierto. La cara, con rasgos de rapaz, combinaba de forma bellísima la nariz afilada en forma de pico falcónido con los ojos fieros y transparentes de quien ha recibido la visita de algún dios. La delgadez membruda, la obcecación soberana, se combinaban con una fragilidad ascética, una timidez dolorosa. Había una inconfundible incomodidad en su porte, la rebeldía del individuo que se niega a ser uno más en la masa. Como todos los vanguardistas -y no hay que olvidar que Beckett ha sido uno de los últimos representantes de esa actitud-, hizo siempre una literatura que aspiraba a la pureza. Del mismo modo que la pintura procuró, con el arte abstracto, desprenderse de toda contaminación figurativa, también las letras intentaron, a partir de Mallarmé, librarse de toda función referencial, y en este terreno Beckett logró ir más allá que el propio James Joyce.

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Narrador

Pero Beckett tenía mucho de narrador, mucho más que sus desventurados sucesores del grupo Tel Quel, y, al igual que ese otro puro que fue Thomas Bernhard, contó más historias de lo que él pretendía, sobre todo en las grandes novelas de los años cuarenta y cincuenta.A partir de ahí, la depuración de lo puro le condujo prácticamente a la mudez. Y su rareza de siempre se acentuó hasta extremos tan honrosos como irrepetibles. Porque la ejemplaridad de Beckett se limita a la ética -un escritor que jamás aceptaba componendas, y que, sin renunciar al Nobel, ni siquiera fue a recibirlo por evitarse el circo sueco-: difícilmente tendrá seguidores en estos momentos en los que a la vieja impureza de siempre tras haber pasado por ese purgatorio vanguardista que le permitió tomar conciencia de su sustrato lingüístico.

Por otro lado, el propio Beckett se tomaba a sí mismo mucho menos en serio de lo que solían hacerlo sus exégetas, y así eligió nada menos que a Buster Keaton el día en que tuvo que buscar a un actor para encarnar a sus personajes. Eso fue lo que ocurrió en Film, única incursión becketiana en el mundo del cine. Libre de la austeridad verbal que le caracterizaba, Beckett se mostró allí no sólo bienhumorado sino también franco y abiertamente humorista e infantilmente enamorado del Slapstick.

Yo al menos prefiero las versiones cómicas de sus obras de teatro que esas otras en las que la severidad alcanzaba grados de engolamiento que traicionaban el espíritu del autor. Del mismo modo, he comprobado a menudo que se podían leer sus mejores novelas, e incluso algunos de sus últimos textos, en clave de humor, y que aquello continuaba siendo tan Beckett como siempre. Al fin y al cabo, aquel enhiesto caballero del metro de París adornaba su testa con un puñado de pelos hieráticos que, más que en ninguna otra cosa, hacían pensar en la cresta ridícula de una gallinácea.

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